En
nuestra anterior entrega dejábamos a Carlos Démia enviando escritos a las
autoridades de Lyon, para convencerlas del gran interés que, desde tantos
puntos de vista, tenían para su ciudad las escuelas para pobres. Los esfuerzos
de Démia no cayeron en saco roto pues, poco después de la iniciativa epistolar
del sacerdote, la ciudad de Lyon abrirá una escuela popular.
El
arzobispo, por su parte, encomendará a Démia la dirección general e intendencia
de las escuelas de la arquidiócesis de Lyon, tanto de las gratuitas como de las
de pago; no olvidemos que la
Iglesia era por aquel entonces la responsable oficial única
de cuanto tenía que ver con las escuelas. A esta labor de promoción escolar
dedicará Démia los últimos veinte años de su vida, demostrando en ella sus
altas dotes de organizador y administrador.
Para
cumplir su cometido de intendente escolar, lo primero que al buen sacerdote
lionés se le ocurre es organizar el ‘Gabinete de las Escuelas’[1],
integrado por dieciséis personas, clérigos y laicos, bajo la dirección del
propio Démia. El principal cometido de este equipo era visitar las distintas
escuelas y discutir luego, en el Gabinete, lo en ellas observado, para corregir
deficiencias y mejorar el servicio. “Esta inspección se ocupaba de los
reglamentos, los registros de ausencia y asiduidad, y de todos los aspectos del
funcionamiento de una escuela. Los visitadores del Gabinete interrogaban a algunos
alumnos tomados al azar, ‘sin esperar a que fuesen designados por los
maestros’. Les hacían leer […] Se informaban sobre los métodos aplicados.
Examinaban los libros que utilizaban. Y si tenían que censurar al maestro u
observaban algún fallo, evitaban comentarlo o hacer las críticas en presencia
de los alumnos, pero tomaban nota para llevar su informe al Gabinete”. Además
de inspeccionar las escuelas, estas personas también visitaban alguna vez a las
familias de los alumnos y revisaban las cuentas.
Desde
aquel privilegiado puesto de vigía que constituía el Gabinete escolar, Démia se
dará pronto cuenta de la necesidad de formación que tenían aquellos maestros, y
a ello dedicará en adelante no pocos esfuerzos. En primer lugar procurará que
sus maestros fueran personas entregadas en cuerpo y alma a su trascendental
función: “En cuanto a los sujetos de los que podríamos servirnos como maestros
de escuela, es de destacar que no se debería tomar nunca ni a sacerdotes ni a
personas casadas. A los primeros porque desatenderían la dedicación que exige
el empleo escolar, a causa de sus otros trabajos, o por los sacerdotes de la
zona, que no dudarían en llamarlos para que les ayudaran en sus funciones
pastorales, o por otros intereses asociados a su cargo, de manera que acabarían
por dejar vacantes sus plazas de maestros. A los segundos porque también se
distraerían de su trabajo por cuidar del hogar y por el espíritu mercenario con
que ordinariamente actúan”. Así pues, a poder ser, dedicación completa para los
maestros.
Démia
comenzará enseguida a reunir a sus maestros y maestras, de manera que recen, se
formen juntos, confraternicen y creen lazos entre ellos. Para ello, los reunirá
un domingo cada mes, maestros y maestras por separado. Esos días tendrán un
retiro donde rezarán juntos, recibirán conferencias sobre asuntos profesionales
y tendrán ocasión de comentar entre ellos sus cosas y animarse mutuamente.
El
interés del director del Gabinete por la formación de los maestros irá aún más
lejos, hasta llegar a fundar centros en los que prepararlos para su empleo,
porque “nunca se tendrán buenos maestros... a menos que hayan sido formados y
adiestrados para esa función”. Para ello, primero, en 1672, organizará el
‘Seminario de san Carlos’, donde jóvenes que se preparaban para el sacerdocio
aprendían, al mismo tiempo, los rudimentos de la profesión de maestros. Así,
estos seminaristas pasan por el noviciado de las escuelas antes de acceder al
sacerdocio, “porque instruyendo a los pequeños aprenderán a instruir a los mayores”.
Quizás
en estos planteamientos podamos localizar precisamente algunas de las raíces
del fracaso de esta obra, que no sobrevivió a su fundador. Y es que, una vez
ordenados, los jóvenes sacerdotes se olvidaban de sus escolares, para dedicarse
a otras labores más prestigiosas y lucrativas a las que la ordenación
sacerdotal daba acceso. Más tarde, en 1687, Démia fundó el ‘Seminario de
Hermanas de san Carlos’, con el objetivo de formar maestras y darles un cuadro
de vida cristiana y apostólica apropiado. Esta fundación tuvo éxito, tal vez
porque la ordenación sacerdotal no estaba de por medio. Con el tiempo, las
Hermanas de san Carlos terminarían constituyéndose en un Instituto religioso
que ha perdurado hasta nuestros días.
En
el cuadro de esta preocupación por organizar centros de formación de maestros
es como Démia se interesa por lo que hace De La Salle , que por esa época
está poniendo en pie en Reims un seminario para maestros rurales, aunque con
planteamientos muy distintos de los del sacerdote de Lyon. Sea como fuere,
alguna noticia de las actividades nuestro Santo Fundador llegaría hasta Lyon, y
el jefe del Gabinete escolar lionés trató de informarse como buenamente pudo.
Ni
que decir tiene que esta conexión se produciría en ambos sentidos, ya que, tal
como se estaba comenzando a comprometerse en el mundillo escolar, parece lógico
que a Juan Bautista también le interesasen las noticias sobre las escuelas de
Lyon y sus detalles organizativos concretos. Lo más probable es que la vía de
conexión entre ambos fuera Nicolás Roland, compañero de inquietudes de Démia en
el París común de sus años jóvenes y director espiritual del joven De La Salle.
Hermano Josean Villalabeitia
(Continuará…)
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