jueves, 10 de septiembre de 2009

Roma para lasalianos


Vivimos en la era de los vuelos baratos y, para los amantes de las ruinas, el arte, el buen clima y la gastronomía asequible Roma es, con razón, uno de los destinos preferidos. Por ello, no resulta nada raro coincidir en los andenes del metro romano, o en las múltiples colas de la Ciudad Eterna, con grupos de personas que se expresan en castellano. Entre tanta y tan variada gente, nunca faltan amigos de La Salle, procedentes de este lado del Atlántico o del otro. Pues bien: a ellos precisamente van dirigidas estas líneas.

Porque la historia lasaliana ha señalado en Roma algunos sitios de interés, por distintos motivos, que tienen el valor añadido de estar situados en barrios muy típicos y, al mismo tiempo, no demasiado concurridos por los turistas. De hecho, la experiencia indica que, con la excusa de ir a conocer éste o aquél punto de interés lasaliano, el visitante agradece la ocasión de pasear con tranquilidad por esos lugares que de otra manera, quizás, nunca habría conocido.

Por no alargarnos demasiado y centrarnos únicamente en los más antiguos, nos limitaremos a seis parajes interesantes para la tradición lasaliana. Pero antes de ir con ellos, conozcamos un poco al protagonista principal de aquellas historias.

El Hermano Gabriel Drolin
El interés lasaliano de los cuatro primeros lugares que propondremos está íntimamente asociado a la peripecia vital del Hermano Gabriel Drolin, que en 1702 fue enviado por San Juan Bautista De La Salle a Roma para garantizar al Papa, de primera mano, la sumisión total del recién nacido Instituto a la Santa Sede. Eran tiempos en que los jansenistas, contrarios a la autoridad papal, tenían mucha fuerza en tierras galas y, por si acaso, al Santo Fundador le pareció conveniente dejar muy claro desde el principio en qué bando se hallaban los Hermanos.

El caso es que el Hermano Gabriel quedó solo en Roma hasta 1726, veinticuatro largos años en los que hubo de todo: se tonsuró como los sacerdotes a pesar de ser un laico, cambió su hábito por una sotana clerical, recibió el subdiaconado, tuvo contactos con nobles y parroquias que le ofrecieron algunos trabajos relacionados con la educación y la catequesis, etc. A causa de algunos de estos asuntos, que se desviaban de la tradición lasaliana, el Señor de La Salle fue a veces muy duro con él en sus cartas, aunque en otras se expresa como un auténtico padre, tierno, cariñoso y cercano para con su querido hijo lejano.

Y ahora sí que podemos ya proponer las primeras sugerencias de visita, directamente asociadas a la aventura del Hermano Gabriel:

La iglesia de San Lorenzo in Lucina (Via In Lucina, 16/A, hacia mitad de la Via del Corso). Parece que el Hermano Gabriel desarrolló su primer apostolado en Roma, a partir de 1704, como catequista de esta parroquia. El lugar en que se levanta la iglesia nos retrotrae a los tiempos de los primeros cristianos ya que el edificio fue construido en el siglo XII sobre el mismo solar en que se hallaba la casa de una conocida matrona romana llamada Lucina, aunque el templo que nosotros visitaremos es una amplia remodelación del siglo XVII. En su interior podemos admirar la parrilla sobre la que, según la tradición, San Lorenzo sufriera el martirio. Además, el edificio acoge obras de autores tan de destacar como Bernini (la capilla Fonseca), Rainaldi (altar y capilla del Santísimo Sacramento) o Sardi (baptisterio).

Las “Ocho Esquinas” (Largo dei Lombardi, en la misma Via del Corso). Hace tres siglos, a la sombra de la inmensa iglesia de San Carlo al Corso, se recortaba aquí una sencilla placita, que atravesaba una calle. Se formaban así ocho esquinas, redondeadas de una manera peculiar, que daban nombre al lugar: otto cantoni, ocho esquinas. Los diversos arreglos urbanísticos posteriores han borrado casi por completo toda traza de ellas. Sin embargo, en uno de los ángulos, donde se halla hoy en día el restaurante-pizzeria “La Capricciosa”, quedan aún como muestra –muy restauradas– dos de estas esquinas redondeadas. Pues bien: a partir de 1705 el Hermano Drolin vivió probablemente en una habitación que daba a estas dos esquinas supervivientes; allí recibía a algunos niños y jóvenes para darles clase, de forma particular y sin recibir ninguna retribución fija; sobrevivía, pues, gracias a la generosidad –o a la limosna– de las familias de sus alumnos y otros amigos. Es verdad que actuaba de maestro y catequista, pero no como se estilaba en el Instituto, ya que trabajaba solo e impartía la catequesis en una iglesia, y no en clase, como sus Hermanos de Francia.

Un paseo por la Via del Corso es algo que uno no debe perderse cuando viene a Roma. Esta calle une la Piazza di Venezia con la Piazza del Popolo, muy destacadas ambas en el plano de la ciudad e interesantes por múltiples motivos. La Via del Corso, que en su mitad, más o menos, es peatonal, está llena de tiendas, iglesias museos… A ella confluyen calles tan importantes como la Via dei Condotti, famosa por su tiendas de moda. Desde la Via del Corso es muy fácil acceder a puntos tan conocidos de Roma como la Piazza di Spagna o la Fontana di Trevi.

No lejos de estos dos últimos destinos se hallan otros tres puntos notables para la historia lasaliana:

Via della Purificazione (comienza en la Piazza Barberini). A finales del siglo XVII existía en el número 84 de esta calle una escuela del Papa, que probablemente fue encomendada al Hermano Gabriel en 1709, después de permanecer tres cursos cerrada. Hoy en día resulta difícil precisar en qué punto concreto se hallaba tal escuela.

Via dei Cappuccini (perpendicular a la anterior, desemboca en la Via Vittorio Veneto). El Hermano Gabriel encontró una habitación muy cerquita de su escuela, en el número 441 de esta calle. En 2002, coincidiendo con la celebración del tercer centenario de la llegada del Hermano Gabriel a Roma, en la fachada de la que fue su casa se colocó una placa que recuerda el hecho y facilita su localización.

Via Sistina (entre la Piazza Barberini y la Piazza Trinità dei Monti). En el número 60 de esta calle nació en 1756 el primer gran colegio lasaliano de Roma. Los Hermanos y las visitas entraban por el punto señalado, mientras que los alumnos usaban la famosa puerta de la “Casa de los Monstruos”, así conocida por su peculiar decoración, que se halla en el número 30 de la Via Gregoriana, calle paralela-convergente a la Via Sistina. Antes de la llegada de los Hermanos dicha puerta daba acceso al Palacio Zuccari, reputado punto de encuentro de artistas y aristócratas; por ella se entra hoy a la Biblioteca Hetziana y al Instituto Max Planck de Historia del Arte, de origen alemán ambos, cuyas obras de acondicionamiento parecen no tener fin.

Estas tres localizaciones se sitúan en una de las zonas más señoriales de Roma, presidida por el gran palacio de los Barberini, convertido hoy en museo. Muy cerca discurre también la famosa Via Vittorio Veneto, conocida tiempo atrás porque los artistas más famosos del cine, la canción o la ópera se dejaban ver con mucha frecuencia por sus múltiples hoteles, restaurantes y bares. Hoy continúa siendo una calle imprescindible para los amantes del lujo y la moda. La Via Sistina es una importante arteria de Roma que, entre bellos edificios y tráfico intenso, nos conduce directamente a la imprescindible Piazza di Spagna.

Un último punto de interés lasaliano se localiza en otra parte destacada de Roma: entre el Castel Sant’Angelo y la Piazza Navona, pegado al río Tíber, no lejos del Vaticano. Cruzar el puente Sant’Angelo, recorrer con tranquilidad la Via dei Coronari, visitar las iglesias de San Luigi dei Francesi, Sant’Ivo alla Sapienza o Sant’Agostino es un placer romano que se puede recomendar sin escrúpulo a cualquiera. En este barrio se encuentra nuestro último lugar de interés.

Piazza di San Salvatore in Lauro. Aquí se levantó en 1793 –y todavía puede verse hoy muy claro el rótulo que preside su entrada: “Adolescentibus egenis instituem”, es decir, “construida para los adolescentes necesitados”– la llamada “Escuela Braschi”, que recibe este nombre del apellido del Papa Pío VI, su impulsor. En esta escuela vivió, a partir de 1795, el Vicario General del Instituto, nombrado personalmente por el Papa para solucionar un serio problema provocado por la Revolución Francesa: se ignoraba la suerte que había podido correr el Superior General del Instituto y pareció conveniente buscarle un sustituto provisional fuera de tierras francesas. Cuando ya en 1804 se solucionaron los problemas en Francia, el Vicario General del Instituto continuó, sin embargo, viviendo en esta casa romana hasta 1885, lo que creó bastantes dificultades y una innegable sensación de separación entre Hermanos franceses e italianos, ya que éstos sólo reconocían la autoridad de “su” Vicario de Roma. La misma Santa Sede que, sin querer, había provocado el problema, lo resolvió en la fecha indicada suprimiendo el cargo de Vicario General y dando a los lasalianos italianos un Visitador como al resto de los Hermanos.

La fachada de la antigua escuela está hoy adornada por dos placas conmemorativas. Una de ellas referida al Papa Pío VI, fundador de la escuela, a quien se denomina “pauperum pater”, es decir, “padre de los pobres”. La segunda en recuerdo de uno de los alumnos egregios del establecimiento escolar, el poeta Giulio Cesare Santini (1880-1957), del que se copian unos versos alusivos a la escuela y al lugar en que se hallaba: “Plaza de mi escuela, te quiero como a la planta que te dio el nombre”, alusivos al laurel, del que toman denominación oficial iglesia y plaza, y oficioso también el centro escolar. Una vez llegados aquí, no estaría de más entrar en la iglesia que da nombre a la plaza, construida a principios del XVII y dedicada al Salvador y también, como su inscripción frontal indica, a la Virgen del Loreto. Este templo recoge en su interior un muestrario de las devociones italianas más típicas en la actualidad: San Antonio de Papua, San Pío X, el Santo Padre Pío de Pietrelcina, etc., junto con una par de cuadros de inconfundible aroma lasaliano: uno dedicado a San José con el Niño; el otro a San Juan Bautista De la Salle. A la salida, de paso, también se puede pegar un trago en la antiquísima fuente, con inscripción de 1579, que baña uno de los laterales de la plaza, o visitar el Museo Mastroianni que se encuentra al lado de ella.

Aunque el edificio continúa en pie, hoy es sólo una casa normal de vecinos; los Hermanos trasladaron en 1972 su escuela a Grottaferrata, pueblecito de los alrededores de Roma conocido por su monasterio bizantino-católico. El traslado supuso condenar a muerte la reputada schola cantorum de la Escuela Braschi, que actuaba en las liturgias de la Capilla Sixtina y San Pedro del Vaticano. Esta escolanía se rodeó siempre de un gran prestigio y dio a conocer la labor de los Hermanos un poco por todas las esquinas del mundo, merced a los comentarios elogiosos de numerosos obispos que acudían a la Santa Sede y quedaban extasiados por el bello hacer de los pequeños cantores lasalianos.

Hermano Josean Villalabeitia

Caridad lasaliana en Roma


Entre los lasalianos es muy conocido un cuadro que muestra a Juan Bautista De La Salle repartiendo panes a un grupo de menesterosos, que la imaginación del artista ha querido ambientar en un gélido día de invierno, como proclaman sin rubor los blancos tejados del barrio en que la escena transcurre. Los detalles, efectivamente, son del pintor, pero no el hecho histórico, que recogen todas las biografías del Santo, situándolo en aquellos momentos en los que el rico canónigo De la Salle se decidió a vivir pobre con sus pobres maestros.

Más de tres siglos han pasado desde entonces, pero aquel gesto profético continúa inspirando la actuación de muchas personas que todavía hoy se plantean en serio cómo ayudar a la gente necesitada. Si no, que se lo pregunten a las madres de familia del lasaliano Colegio “Villa Flaminia”, de Roma (Italia), que llevan más de seis años manteniendo viva una iniciativa muy parecida a aquella que cumpliera el Señor de La Salle en su Reims natal. El nombre que le han dado no deja lugar a dudas sobre su intención y su modelo: “Mesa de caridad «De La Salle»”.

Todo el Colegio implicado
La aventura comenzó en 2001, cuando en el Colegio se intentaba organizar algo que recordase el 350º aniversario del nacimiento del Señor de La Salle (1651), así como los tres siglos de la llegada del primer Hermano a Roma (1702). Entre las abundantes ideas que surgieron, una se fue abriendo paso con claridad meridiana. Su originalidad, unida a su sencillez y a lo significativa que podía resultar para todos los lasalianos, le conferían una fuerza que las demás no tenían. Al final fue la que triunfó, de modo que pudo ponerse en marcha el 14 de enero de 2002 en unos sencillos locales del Colegio que se habían acondicionado al efecto; era la Mesa de caridad «De La Salle».

Por resumir de forma rápida en qué consiste, digamos que la Mesa es un comedor para gente pobre, gestionado y atendido por madres de familia y abuelas del Colegio, con la ayuda del resto de la comunidad educativa, desde los más pequeños hasta los de más edad: alumnos, padres, profesores, Hermanos, abuelos... Porque todo el Colegio se ha implicado activamente en este auténtico reto de solidaridad.

La organización concreta de la Mesa la asegura un grupo de alrededor de cincuenta voluntarias, que han constituido la asociación “Amigos de Villa Flaminia”. Ellas se encargan de todo; no sólo de lo material: adquisición de víveres, cocina, servicio de las mesas, limpieza final..., sino también de lo menos tangible, aunque no menos importante, como la atención al que llega, la escucha de sus inquietudes y dificultades o la distribución generosa de un poco de calor humano, que tanto echan en falta quienes pasan por el comedor benéfico. Porque tan importante como preparar y servir una comida equilibrada y sabrosa resulta acoger y tratar con cariño a los comensales. Y es que, como les gusta decir con orgullo a quienes se ocupan del comedor, “quienes vienen a la Mesa no son un número; son personas, tienen un nombre; aquí no hacemos nada sin acompañarlo de una palabra amable o una sonrisa”.

La educación también como objetivo
La Mesa de caridad se mantiene, sobre todo, gracias a un boyante mercadillo que se organiza dos veces al año en el Colegio, y a algún otro evento más modesto, como diversos campeonatos entre padres, loterías, etc. Los alumnos colaboran de forma directa en la obra ayudando a servir las mesas al mediodía, pero no han querido limitar su apoyo a este gesto. Su inquietud juvenil y su creatividad les han llevado a organizar por su cuenta un conjunto de actividades –tómbolas, espectáculos, etc.- que también aporta fondos. Además, en el atrio del Colegio hay permanentemente una gran cesta destinada a recoger lo que en ella se pueda depositar con destino a los más necesitados. Pero todo es poco, ya que la única ayuda con que la Mesa cuenta son unos pocos víveres procedentes de Cáritas diocesana.

De cualquier manera, el fin principal de todas estas actividades no es meramente recaudatorio. Además de ayudar a quien lo necesita, la Mesa de caridad lasaliana también pretende educar a los alumnos en ciertos valores humanos y cristianos fundamentales que gozan de poco predicamento en nuestra sociedad actual, como la solidaridad, la entrega a los demás o una cierta austeridad de vida. A fin de cuentas, privarse de lo que a uno más le gusta porque se piensa en quien no tiene nada ha sido siempre un espléndido camino de Evangelio. Por eso, para comprender del todo lo que sucede en torno a la Mesa de caridad del Colegio Villa Flaminia de Roma, es imprescindible enmarcarlo en el ambicioso marco educativo y pastoral que lo rodea.

La dura labor cotidiana
La organización práctica cotidiana es sencilla pero exigente. Cuatro o cinco voluntarias aseguran cada día de clase -la Mesa no funciona los fines de semana ni durante las vacaciones escolares- la buena marcha de la cocina, el comedor y el fregadero. El número de comidas que sirven ronda el centenar, repartido en dos turnos; a ellos acude gente necesitada de todo tipo: inmigrantes, vagabundos, parados, jubilados y otras personas en dificultad.

Para quienes no tienen sitio en el reducido comedor siempre queda la solución de los bocadillos, que casi todos los días hay que repartir en mayor o menor número. A veces también se prepara comida para llevar a casa, con destino a niños o enfermos, o simplemente para la cena. Incluso, cuando surge la urgencia, las voluntarias se las arreglan para buscar ropa, de adulto o de niño, eso no importa. De hecho, nuevas iniciativas benéficas –guardarropa, centro de escucha, etc.- no faltan, pero la estrechez del local de la asociación impide, de momento, convertirlas en una realidad permanente.

Todos beneficiados
Además de ayudar a los demás y contribuir a la educación de sus hijos, esta bella iniciativa lasaliana ha sorprendido a los voluntarios implicados en ella con un hermoso e inesperado regalo extra: se han sentido muy a gusto trabajando juntos por los pobres, cómplices gozosos en la extensión del bien, íntimamente unidos por los estrechos lazos de la caridad evangélica, amigos de verdad. Tal vez aquí resida la clave de lo que con tanto éxito ponen en práctica cada día: repartir cariño y humanidad a raudales entre quienes llaman a la puerta de su comedor. Y es que, según confiesan, “la Mesa de la caridad es una experiencia que hace bien al corazón”.

Hermano Josean Villalabeitia

Mártires y mártires

Quiso la suerte que tuviera yo que viajar a Madrid para ocuparme de un curso en el CEL, y que mi viaje -cuyas fechas evidentemente no era yo quien había programado- se produjera pocos días antes de la todavía reciente beatificación en San Pedro del Vaticano de 498 de mártires de la República y la Guerra Civil españolas, entre los que se hallaban 58 Hermanos de La Salle.

Hablando aquí y allá, no sé cómo salió el asunto de los mártires y, con mucha sorpresa por mi parte, me fui dando cuenta de que, a la hora de referirse al tema, había que andar con un cuidado extremo. Y es que, por poner sólo algún caso, al conocer mis intenciones de participar con entusiasmo en las celebraciones de dicha beatificación, un par de personas, que yo considero bastante sensatas, vinieron a decirme -cada cual por su cuenta, en momentos distintos- que se trataba de una fiesta para fachas, o poco menos, y que, en consecuencia, yo no pintaba nada allí. Para mí, desde luego, fue sorprendente, y hasta desagradable.

Luego ya he ojeado algunos artículos de periódico, declaraciones de políticos, informaciones en Internet, etc., y me voy explicando un poco mejor las reacciones; aunque, a decir verdad, nunca del todo. No me sorprende en absoluto que haya por ahí toda una corriente de información que, con una serie de latiguillos más o menos afortunados, intenta hacernos comulgar con auténticas ruedas de molino. Lo extraño del caso es el éxito que la estrategia –de raíces inconfundiblemente políticas- ha tenido entre gente inteligente, que tendría que estar mejor informada, al menos de lo que tiene en casa...

Vuelto a Roma y gozando, por distintas razones, de una situación privilegiada para enterarme de muchos de estos asuntos, me he propuesto aclarar algunas cuestiones, siendo muy consciente del gran peligro que uno corre al comentar ciertos asuntos tan copiosamente cubiertos por capas y capas de ideología. Son temas “sensibles”, por usar la última terminología al uso, que se prestan a todo tipo de manipulaciones -también por mi parte, por supuesto, que trataré de evitar-, cuando no a injustas descalificaciones personales; es el amargo sino de los agitados tiempos que vivimos... Porque, en el fondo -y esto es lo más triste-, tengo la sensación de que se trata de cosas que todo el mundo conoce, aunque aparente no estar al corriente, o se vea obligado, por extrañas razones que uno no termina de comprender del todo, a insistir con fuerza en argumentos que él mismo no acaba de digerir. Aunque tal vez sea mi percepción la que distorsiona y la realidad sea mucho más inocente de lo que imagino... ¡Ojalá!

Lo más prudente sería, en cualquier caso, limitarse a dar algunas cifras para que el lector sacase sus propias conclusiones. Pero es que, sin explicar ciertas cuestiones, aunque sólo sea de definición, ni insistir en algún subrayado de perogrullo, es muy posible que lo más nuclear de todo este asunto se nos vaya de las manos sin remedio.

Aclarando términos.- En primer lugar se hace imprescindible aclarar que no es lo mismo “mártir”, que “víctima”. En el período que nos ocupa –hablo sólo de la Guerra Civil, y no de todo el franquismo posterior- hubo muchas víctimas; por referirnos sólo a las víctimas mortales, que son las que se pueden contabilizar de manera más aproximada, parece que los autores de uno y otro lado se van poniendo de acuerdo en la cifra total de unos 300.000 muertos; circulan por ahí otras cifras más abultadas, pero cada vez tienen menos crédito. Es evidente que si todos estos muertos fueron víctimas de la Guerra Civil, no todos ellos, ni mucho menos, fueron mártires. Algunos cayeron simplemente porque estaban en el frente, voluntarios o forzados, por mala suerte, o por casualidades del destino que, en momentos tan trágicos como una guerra, juega peores pasadas que en tiempos más normales.

Este es el caso, por ejemplo, de los dieciocho Hermanos de La Salle que murieron en el frente, a los que no les quedó más remedio que militar en algún ejército: unos en el republicano, otros con los nacionales, algún gudari también..., porque de todo tuvimos, gracias a Dios. O el del sacerdote Don Rafael Villalabeitia, que murió mientras repartía la comunión en Durango durante el bombardeo del 31 de marzo de 1937, preparatorio, en cierta manera, al más conocido de Gernika, que tuvo lugar menos de un mes más tarde. Fueron víctimas lamentables e injustas -por más motivos que los meramente bélicos- de aquella situación, pero de ninguna manera se puede decir que fueran mártires, al menos en el sentido en que la Iglesia lo entiende.

Porque también resulta indispensable ponerse de acuerdo en torno al concepto de “mártir”. Según el diccionario, un “mártir” es -entre otras acepciones- aquel que muere en defensa de una creencia, convicción o causa, cualquiera que sea la naturaleza de las mismas. Pero cuando la Iglesia proclama oficialmente el martirio de una persona se está refiriendo exclusivamente a la fe cristiana. Declarar a una persona mártir supone en la Iglesia asegurar que ha muerto en testimonio de su fe; o, dicho de otra manera, afirmar que el odio a la fe cristiana es la razón fundamental de su muerte, sin que otras circunstancias de índole diversa, que podían asimismo estar presentes en el momento del martirio, arrebatasen a la fe cristiana el primer lugar indiscutible entre las razones de la muerte. Un ínclito político retirado de nuestra tierra pedía, por ejemplo, en los días previos a la beatificación, que la Iglesia homenajease de la misma manera a los 114 capellanes de gudaris caídos durante la Guerra Civil. Desconozco la manera en que un sacerdote se convertía en capellán de gudaris, pero sea ésta cual fuese, no creo que en ningún caso se trate de muertos por odio a la fe, sino porque se hallaban en el lugar más peligroso de una guerra, que es el frente. Una sotana no convierte a un muerto en mártir; lo que sí puede convertirlo son los motivos que lo condujeron a la muerte y la manera en que él la recibió.

Por eso, en el caso de los mártires recientemente beatificados, más allá de múltiples detalles que a veces dejan las cosas mucho más claras, lo que los postuladores han intentado demostrar es, por una parte, que la muerte les llegó fundamentalmente por ser religiosos o sacerdotes, o por simpatizar con ellos y con la Iglesia en el caso de los poquísimos laicos que hasta el momento han sido elevados a los altares. Y, por otra, que recibieron el martirio en una actitud que desde el punto de vista cristiano resulta intachable.

Conseguir una declaración oficial de martirio por parte de la Iglesia no es tan sencillo como parecen suponer algunas declaraciones públicas. Muy al contrario, proclamar a un muerto mártir exige, como todo el mundo conoce, llevar adelante minuciosos procesos de recogida y análisis de documentos, búsqueda de testigos, discusiones de los hechos y estudio, en definitiva, de todo el contexto que envolvió los diversos episodios, marcados siempre por un odio y una violencia extremos. Se trata, pues, de una auténtica investigación judicial caracterizada por su rigor y exigencia, que muchas veces se atasca a mitad de camino por falta de evidencias suficientes, o porque se descubren detalles que clarifican o enturbian la que debía ser una trayectoria impecable.

Nosotros, por ejemplo, tenemos hasta diez casos de Hermanos fusilados durante la Guerra que nunca serán proclamados mártires, porque no hay documentos suficientes que atestigüen que se trató de un martirio, o porque los elementos de juicio que tenemos podrían interpretarse de diversas maneras. Pongamos un caso real: el Hermano Raimundo Bernabé, soldado de 18 años que, tras la batalla del Ebro, confiesa a un compañero de trinchera con el que parecía tener cierta confianza que es religioso y que, como posible vía de salvación, planea hacer lo posible para que lo capturen los nacionales; a las pocas horas de su confidencia el Hermano es fusilado. Hay razones para imaginar que el motivo de su muerte tuviera bastante que ver con el hecho de ser religioso; pero como su fusilamiento puede ser también interpretado como un castigo a su programada deserción militar, es muy difícil que la causa de beatificación vaya adelante. En la memoria colectiva de los Hermanos, sin embargo, será para siempre un mártir, por más que la Iglesia le niegue ese reconocimiento oficial.

Una última precisión: de la Guerra Civil Española han sido beatificados unos cuantos mártires, pero no todos, ni mucho menos; más del 94% de los posibles casos de martirio continúan sin ser oficialmente reconocidos. Bastantes causas, las de unos dos mil mártires aproximadamente, prosiguen su camino burocrático; pero las de muchos otros no se abrirán jamás, porque se carece de datos suficientes para llevarlas a buen término. Por lo tanto, no es lo mismo ser mártir, que ser declarado oficialmente por la Iglesia mártir. En el caso que nos ocupa, tan sólo el 25 % de los muertos como consecuencia directa de su fe, aproximadamente, verá algún día reconocido en los altares su testimonio sangriento, suponiendo que todos los procesos abiertos vayan a concluir con un resultado final satisfactorio, cosa que está por ver y para la que, en cualquier caso, falta todavía bastante tiempo. Es decir que, en el mejor de los casos, sólo uno de cada cuatro posibles caídos por la fe llegará a los altares.

Por lo tanto, cuando un señor político –o cualquier otra persona- sale por ahí diciendo que mártires hubo en ambos lados, tiene mucha razón, porque es verdad. Pero si lo que pretende decir, además, es que la Iglesia debe beatificarlos a todos, ahí se equivoca; quizás está mezclando sin querer churras con merinas, o simplemente trata con astucia de endosarnos gato por liebre. Porque todos los posibles mártires murieron por sus ideas o convicciones, pero, desde luego, parece evidente que no todos -ni siquiera la mayoría- lo hicieron en testimonio de su fe cristiana, aunque ciertamente muchos de ellos fueran católicos confesos, e incluso muy devotos.

Así pues, en lugar de criticar a la Iglesia por investigar, documentarse y homenajear a tantos hijos suyos que, según se ha demostrado con rigor, prefirieron entregar su vida a renunciar a sus convicciones religiosas más íntimas y dieron más valor a su fe que a su supervivencia, lo que procede es abrir procesos de beatificación de aquellas personas sobre las que se tengan fundadas sospechas de que murieron mártires de su fe, en cualquiera de los dos bandos. Más que beatificaciones masivas e indiferenciadas, lo que en caso de duda habría que solicitar es una seria investigación de las circunstancias en que se produjeron las distintas muertes, y, en función de los resultados, acudir o no a la Congregación de los Santos para solicitar la beatificación. Y para ello se está todavía a tiempo.

Ciertamente habrá algunas causas que se podrían abrir todavía, aprovechando que el siniestro Franco y sus secuaces no están ya en medio para entorpecer ciertas investigaciones. Pero no nos engañemos: según me decía alguien que de esto sabe lo suyo, la mayor parte de las causas de beatificación de eclesiásticos muertos durante la Guerra Civil Española que no se han iniciado ya es muy probable que no se abran jamás; el hecho de que hasta ahora no haya habido movimientos en esa línea hay que interpretarlo como que de antemano se renuncia a invertir tiempo y dinero en gestiones costosas que no van a concluir como se quisiera. Y esta decisión no la toma el Vaticano, sino las personas que más interesadas podrían estar en ver a su compañero, vecino o conocido beatificado, que son las que deben iniciar el proceso.

Las cifras.- También se ha subrayado una y otra vez con fuerza, incluso citando fuentes vaticanas, que en ambos bandos se asesinó a sacerdotes y religiosos, lo cual es muy cierto. Ahora bien, si lo que con ello se pretende transmitir es que en ambos bandos se asesinó a cantidades parecidas de sacerdotes y religiosos, y, sobre todo, que se los eliminó por razones similares, ahí el discurso desbarra. Porque las cifras y los detalles no dejan lugar a dudas. Echemos, si no, un vistazo.

El Anuario Pontificio recoge con nombres y apellidos el balance de los considerados mártires de la Guerra Civil, la inmensa mayoría de ellos con su proceso todavía en marcha, o sin abrir por falta de datos; este balance lo componen 13 obispos, 4.184 sacerdotes del clero diocesano, 2.383 religiosos y 283 religiosas. En conjunto se da, pues, una cifra global de unas 7.000 víctimas eclesiásticas, muy cercana ya, según parece, a la exactitud de los hechos. A estos eclesiásticos habría que sumar, en cifras menos precisas, unos 3.000 laicos católicos, cuyo compromiso cristiano, o simple simpatía con algún eclesiástico, les llevó a la muerte. Ambas cifras, en conjunto, darían la cifra aproximada de unos diez mil mártires, todos ellos caídos en zona republicana, que es la que se maneja en círculos vaticanos, habitualmente muy bien informados en estas cuestiones. Parece ser que el Papa Benedicto XVI ha urgido recientemente a desvelar y sacar a la luz las historias de los laicos martirizados en España, para que no sean sólo religiosos y sacerdotes los elevados a los altares.

Los cuatro mil y pico sacerdotes diocesanos martirizados suponían más del 13% del clero diocesano español, que rondaba los treinta mil sacerdotes por aquel entonces. Pero, dado que los curas martirizados lo fueron sólo en la zona republicana, grosso modo habría que duplicar estas proporciones, o quizás algo menos ya que muchas de las diócesis más abundantes en sacerdotes cayeron del bando republicano precisamente. Pongamos, pues, que se eliminó más o menos al 20% de los sacerdotes de la zona republicana, es decir, a uno de cada cinco. Pero, incluso con estas aproximaciones, es difícil hacerse una idea de lo que fue aquello, ya que las diócesis más afectadas presentan números mucho más sangrientos; así Barbastro, perdió al 87% de su clero, Lérida (60%), Málaga (50%), Menorca (48%), Tortosa (47%), Ciudad Real (40%), Madrid (30%, o sea, 334 sacerdotes de 1.118), y Barcelona (22%, con 270 miembros, de un clero de 1.250), etc.

Cálculos aún más estridentes cabe efectuar con los 2.383 religiosos asesinados, que suponen casi el 25% de los algo menos de 10.000 profesos que sumaban las congregaciones afectadas, entre las que sobresalen los Claretianos con 259 miembros martirizados, seguidos por Franciscanos (226), Escolapios (204), Hermanos Maristas (183), Hermanos de La Salle (165), Agustinos (155), Jesuitas (114), Hermanos de San Juan de Dios (97), Salesianos (93), Carmelitas Descalzos (91)... Esto significa que, de cada cuatro religiosos que a principios de la Guerra Civil había en España, uno resultó martirizado. Y aquí se podría aplicar igualmente la misma corrección sugerida para los curas diocesanos, ya que si la estadística se refiere a toda España, los asesinatos sólo se produjeron en la mitad de su geografía, lo que indicaría que en zona republicana se llegó a martirizar a uno de cada tres religiosos, o incluso más. Las monjas también pagaron su tributo en sangre, pero fue incomparablemente menor en número, por más que el dolor y la tragedia sean siempre imposibles de contabilizar.

Los Hermanos.- Si nos fijamos en algunas actas de los simulacros de proceso a los que fueron sometidos algunos Hermanos mártires, parece que, además del hecho de ser religiosos, sus tareas como educadores de la niñez y de la juventud, mediante las que con total seguridad habrían intentado “contaminar” a los alumnos con sus “supersticiones” cristianas -usamos la jerga de estos juicios, como es obvio-, también molestaban lo suyo a los republicanos encargados de solucionar definitivamente esos “inconvenientes” por medio de la “justicia”. Podemos, pues, suponer que hubo un doble motivo a la hora de martirizar a los Hermanos, aunque, sin duda, el hecho de ser religiosos era el que más pesaba.

Vamos con los datos. Al comenzar la Guerra Civil había en España 1.432 Hermanos de La Salle, organizados en tres distritos. Al final de la misma 165 Hermanos habían resultado asesinados, es decir, el 11,5% del total. Entre ellos, el Hermano Leonardo José, a la sazón Visitador del Distrito de Barcelona y 22 Hermanos directores. Con ellos fueron martirizados también quince capellanes y, al menos, cinco laicos que trabajaban en nuestras escuelas, a quienes se achacaba el colaborar con los Hermanos.

Pero la persecución que sufrieron nuestros Hermanos no termina en estas cruentas cifras, ya que, además de los que entregaron su vida, hubo muchos otros que vivieron situaciones muy penosas. Los Hermanos encarcelados por tiempo más o menos largo, y que salieron vivos de su experiencia, fueron 267, casi el 19% del total; muchos más, en proporción, si nos limitamos sólo al territorio republicano. No pocos de ellos pasaron por dos, tres, cuatro y o más cárceles. De ellos, más de 230 fueron torturados de diversas maneras para obligarles a declarar lo que los torturadores pretendían. Si a estas cifras añadimos los muertos en el frente, veremos que uno de cada tres Hermanos que vivía en España sufrió en sus propias carnes la cruel sinrazón de la guerra.

Oficialmente, hasta este momento, son ocho los Hermanos españoles mártires de la persecución religiosa en España que han sido canonizados –los siete mártires de Turón, ejecutados durante la Segunda República, y el Hermano Jaime Hilario- y, con los cincuenta y ocho recientemente beatificados, el grupo de beatos se eleva ya a setenta. Otros expedientes siguen su curso...

Haciendo números, las 153 comunidades, con 1.536 Hermanos que el Instituto tenía en España en 1931, cuando se inició la Segunda República, pasaron a ser 109 comunidades, que acogían a 1039 Hermanos, a finales de 1939. Es decir que ocho años casi exactos de crisis –en realidad serían 13 días menos- bastaron para llevarse por delante a una tercera parte del Instituto en España. Aunque, en realidad, una gran parte de este desastre se materializó en los cinco últimos meses del año 1936.

Los motivos.- Por aportar elementos de comparación que nos permitan calibrar estos datos, digamos que quienes conocen bien los hechos calculan que, en el bando republicano, los liquidados lejos del frente -fusilados, muertos en sacas nocturnas, checas, etc.- fueron entre sesenta mil y setenta mil. Eso significa que los 6.600 sacerdotes y religiosos eliminados representarían alrededor del 10% de todos los asesinados en el bando republicano. Estamos hablando, sin embargo, de un colectivo que en toda España estaba compuesto por alrededor de cuarenta mil personas, distribuidas en una población total de unos veinte millones de habitantes; es decir, que los sacerdotes y religiosos representaban sólo el 0,2% de aquella sociedad. Resulta, pues, evidente que, en las comarcas donde no triunfó el Golpe Militar, a partir del verano de 1936, ser cura o fraile era una profesión de altísimo riesgo. Sólo así se pueden explicar cifras como las que gustaba de manejar el llorado cardenal Tarancón: durante las diez últimas jornadas de julio de 1936 resultaron asesinados 60 sacerdotes y religiosos cada día, menos el día de Santiago, en que la cifra subió a 75.

¿Y en el otro bando? Pues también hubo algunos sacerdotes muertos. De hecho, se conocen alrededor de una veintena de casos -puede que haya más, pero siempre muy pocos-, algunos de ellos tan significativos -y admirables- como el Don José Pascual Duaso, párroco de Loscorrales (Huesca), fusilado por los falangistas que le acusaban de ser comunista, al parecer porque distribuía la leche de su vaca entre los pobres del pueblo; o el del padre Muiño, capellán del hospital de Toledo, asesinado a machetazos por las tropas moras cuando entraron a saco en su hospital; el sacerdote se había quedado a acompañar a los enfermos, entre ellos muchos soldados heridos, y trató de evitar su salvaje ejecución; sólo consiguió unirse a la lista de los masacrados. Ni que decir tiene que valdría la pena –si no se ha hecho ya- estudiar con detalle las circunstancias de la vida y, sobre todo, de la muerte de estos hombres de Dios y actuar en consecuencia.

Otras muertes de eclesiásticos en zona franquista tienen detrás motivos diversos, como la del Mosén Jeroni Alomar, cura mallorquín fusilado por los nacionales bajo la acusación de ayudar a escapar a algunos republicanos. Dada la situación política e ideológica del momento, es más que probable que nuestro buen mosén actuara por razones cristianas, pero su asesinato no hay que achacarla al odio a la fe, sino a las circunstancias de la guerra: ayudó al enemigo y para sus captores se convirtió por ello en un traidor. Fue fusilado con sotana, pero los motivos de fondo nada tenían que ver con ella. De hecho, hasta ahora nadie ha abierto el proceso de beatificación de Mosén Jeroni. De otras muertes, como la del Padre Andrés Díaz Ares, párroco de Val do Xestoso (A Coruña), no se conocen con exactitud los motivos.

En el reducidísimo número de curas y frailes asesinados en la zona nacional el grupo más significativo tal vez sea el formado por los catorce sacerdotes diocesanos y tres religiosos liquidados en tierra vasca. Uno de ellos, el Padre Antonio Bombín, franciscano, cuyo cadáver apareció en Laguardia, no era de origen vasco, gran parte de su vida transcurrió en las misiones del Perú y en 1936 estaba destinado en Anguciana (La Rioja), por lo que mejor sería no incluirlo en las listas de los represaliados vascos, a pesar de aparecer siempre en ellas. Sí que habría que inscribir, por el contrario, al ex capellán castrense navarro Don Santiago Lucus Aramendia, asesinado al poco de iniciarse la guerra en el Alto del Perdón, no lejos de Pamplona, cuyo nombre no siempre figura en las listas que han circulado por ahí, quizás porque no era nacionalista. Este sacerdote fue detenido cuando huída de Pamplona y sacrificado sin miramientos a causa de su conocida adscripción política socialista. En cuanto al joven Padre José Sagarna, de Zeanuri, fue -según su familia- víctima de un ajuste de cuentas promovido por un destacado simpatizante del bando nacional al que el cura habría reprendido en público; una venganza personal, en suma, ejecutada al amparo de la turbulenta situación bélica del momento.

Trece los catorce asesinados restantes -salvamos, por ahora, al superior de los Carmelitas de Larrea, Padre Urtiaga- pasaron por la cárcel de Ondarreta y fueron fusilados bajo la acusación clara -y fatal en el bando nacional, como es bien sabido- de ser nacionalistas y, por lo tanto, separatistas. En el caso más conocido, el del Padre José Ariztimuño, “Aitzol”, es evidente que la acusación era cierta; no hay más que acudir a Internet, ver lo que se dice de él y leer alguno de los artículos de prensa que escribió. Y, conociendo la historia del nacionalismo y el ambiente de la época, no extraña en absoluto que en los demás casos, sin ser tan conocidos y fehacientes, las cosas discurriesen por derroteros similares. Lo mismo cabría decir del Padre Urtiaga, aunque con un discurso particular. Este Carmelita fue inmediatamente fusilado en el momento en que los nacionales entraron en Larrea, probablemente porque estos consideraban el monasterio carmelitano, bien conocido por sus publicaciones en euskera y la promoción de la cultura vasca en general, como un auténtico nido de nacionalistas separatistas. Y decidieron que por ello pagara su responsable máximo; sería el último de los curas fusilados en Euskadi.

Todos estos eclesiásticos vascos fusilados tendrían derecho a ser considerados mártires del nacionalismo, e incluso, algunos, de la cultura vasca también, de la misma forma que el Padre Lucus podría llamarse un mártir del socialismo. Y los Carmelitas deberían estar muy orgullosos de lo que promovieron el Padre Urtiaga y sus compañeros desde el convento de Larrea. Y, por supuesto, no tendría que quedar ninguna duda: condenar a muerte a alguien por sus ideas, únicamente para silenciarlo, es una auténtica monstruosidad inadmisible. Y que sería muy justo y conveniente para toda la sociedad recuperar la memoria de estos hechos y de estas personas, por supuesto, y dignificar su recuerdo. Pero de ahí a solicitar que la Iglesia los suba a los altares oficiales sólo porque fueron asesinados con la sotana puesta parece ya llevar las cosas demasiado lejos.

Se podría incluso argumentar que era precisamente su fe la que les movía a actuar como lo hicieron, y seguramente sería así, por qué no. Sin embargo -ya lo hemos comentado-, a la hora de juzgar si una muerte es un martirio no bastan las actitudes del asesinado; es preciso analizar, sobre todo, las de sus verdugos, las razones que los movieron a actuar con tal contundencia. Y es que sólo hay un mártir cuando hay también un verdugo dispuesto a martirizarlo; la clave de todo son las razones que este verdugo esgrime, aunque el mártir, por supuesto, deba recibir la muerte de modo indudablemente cristiano: sin odio, perdonando, en ambiente de oración y esperanza, etc.

En el caso de los curas vascos, el propio Papa Pío XII intervino para que no se repitieran los hechos; y su gestión tuvo éxito porque la figura del Santo Padre era muy respetada entre los responsables máximos del bando nacional; tras el ruego pontificio ningún eclesiástico vasco más murió en adelante a manos de los franquistas, por más que las simpatías del clero vasco hacia el nacionalismo no desaparecieran, ni mucho menos, como es bien sabido. Pero es que destruir la religión no entraba en los planes políticos que llevaban adelante los franquistas, sin que ello suponga, en absoluto, bendecir sus programas; Dios me libre...

En el caso de la República es de suponer que, por algún camino apropiado, se realizasen las mismas gestiones por parte de las autoridades vaticanas, pero esta vez se prefirió hacer oídos sordos a esas peticiones, seguramente porque los objetivos políticos del gobierno republicano y el respeto que una autoridad religiosa como la del Santo Padre les merecía eran muy otros. Es más: 39 sacerdotes y religiosos no nacionalistas, pero tan vascos como los demás, fueron salvajemente asesinados, en represalias por distintos bombardeos de las tropas nacionales, cuando se hallaban en prisiones -en realidad eran dos barcos, dos conventos y una casa con calabozos- controladas por el Gobierno Vasco, que era sostenido fundamentalmente por un partido político confesionalmente católico; pero ni siquiera este importante detalle bastó para que salvaran la vida de los eclesiásticos que no simpatizaban con su causa... Curiosamente, fueron las embajadas de diferentes naciones aliadas de los republicanos quienes, con sus enérgicas protestas y amenazas, consiguieron que el baño de sangre de los primeros seis meses de guerra en la zona republicana se redujera drásticamente, y que las matanzas indiscriminadas diesen paso a procesos cada vez mejor estructurados y con más garantías... por llamarlo de algún modo. Este simple hecho evitó muchos asesinatos más.

Una persecución religiosa en toda regla.- Hay quien defiende que la muerte de tantos eclesiásticos fue consecuencia de aquella declaración de los obispos españoles que calificaba la Guerra Civil de “Cruzada Nacional”; según esta versión, los asesinatos de curas y frailes vendrían a ser algo así como una reacción de los republicanos a ese posicionamiento hostil de la jerarquía católica. Las fechas, no obstante, desmienten tal interpretación, porque para cuando esa declaración de los obispos se produjo -1 de julio de 1937- más del 90% de los eclesiásticos concernidos habían sido ya asesinados. Mucho más lógico parece pensar que, por el contrario, los obispos se vieran impulsados a hacer su declaración -que no fue unánime- movidos por la impresión de lo que estaba ocurriendo con su gente y sus propiedades más queridas; y es que, en palabras del Cardenal Tarancón, la Iglesia no podía estar con quienes la mataban. Se insiste por ahí con indignación en que los mártires eran franquistas, pero ¿qué otra cosa podían ser cuando los republicanos los estaban masacrando a centenares, les quemaban sus iglesias y conventos y les robaban todas sus pertenencias, hasta las más sagradas? Algún vomitivo artículo reciente de prensa colocaba a los mártires danzando entusiasmados mano con mano junto a abyectos tiranos de la catadura moral de Hitler, Musolini o Franco; parece mentira que en pleno siglo XXI se pretenda tergiversar unos hechos tan tristes de forma tan burda y desalmada.

En mi opinión hay datos más que de sobra para sostener que durante la Segunda República y la Guerra Civil Españolas se intentó hacer desaparecer la Iglesia del territorio español. Pensemos que por aquellos días estaban todavía frescos los acontecimientos de la Revolución Soviética, y que los filomarxistas de todo tipo controlaban –e intentaban ampliar su poder como fuera- amplios espacios de la izquierda política, que fue la que proclamó y llevó adelante la Segunda República; era un proyecto apetitoso para ellos, que pensaron poder culminar sin más que actuar con un poco de orden y paciencia. Así, durante los primeros años de la República trabajaron más bien con leyes, aunque no faltaron quemas de iglesias ni asesinatos, como bien sabemos nosotros por los sucesos de Turón o la quema del Colegio Maravillas. Luego ya el Golpe Militar y la Guerra subsiguiente les dieron la ocasión de ser más rápidos y eficientes, procediendo a la eliminación en masa de los cuadros de la Iglesia, mediante métodos tan expeditivos como la saca nocturna o el paredón. Aunque circulan por ahí muchos otros documentos interesantes de gente poco sospechosa por sus ideas, para convencerse de lo que afirmamos basta con leer el Memorándum que preparara en relación con este asunto un ministro de la República precisamente, Don Manuel de Irujo, nacionalista para más señas; es fácil de encontrar en Internet. Y es que también en España se cumplió por aquellas fechas esa tozuda ley general de la historia de la Iglesia: sólo hay mártires cuando se produce una persecución religiosa. Como toda ley, también ésta admite excepciones, pero son las menos...

Se trató, pues, de una persecución en toda regla contra todo aquello que sonara a cristiano. No hemos entrado en el apartado más material, aunque también allí las pérdidas resultaron impresionantes, desde el punto de vista artístico, tradicional, religioso, litúrgico, devocional... Pero nada tan trágico como el martirio de diez mil personas, gran parte de ellas en unos pocos meses. De hecho, algunos historiadores sostienen que se trató de la mayor persecución que la Iglesia había sufrido hasta ese momento en toda su historia. Y la verdad es que la de Diocleciano, calificada como la más sangrienta de todas las desatadas durante el Imperio Romano, que también pretendía exterminar a los cristianos, se saldó con unas cifras aproximadas de entre dos mil y tres mil mártires, según los distintos autores. Otras persecuciones, también concienzudas y eficaces, como la bolchevique, se quedan mucho más cortas en cuanto a número de mártires... Y es que lo que sucedió con la Iglesia oficial en la zona controlada por la Segunda República durante la segunda mitad de 1936 es ciertamente perverso y sanguinario a más no poder, y no tiene parangón posible con lo que sucedió en otras partes y en otras épocas.

Con todo, creo que para hacerse una idea más cabal de lo sucedido resulta imprescindible ceñirse al momento de los hechos: el comienzo de la Guerra, cuando nadie sabía quién la iba a ganar y cómo iban a evolucionar los acontecimientos. Porque luego las barbaridades de los cuarenta años de franquismo, sobre todo en sus primeros momentos, han dado tejido más que de sobra para tapar las inmensas atrocidades cometidas por los dos bandos antes de la llegada de Franco al poder, al frente de un ejército victorioso en una guerra (in)civil, no lo olvidemos. Recientemente, por ejemplo, oíamos al Presidente venezolano Chávez intentar neutralizar unas palabras del Rey Juan Carlos haciendo referencia a las gargantas que cortaron los españoles en América hace cuatro o cinco siglos. Es evidente que el presidente bolivariano hablaba de hechos históricamente ciertos, pero su reacción sonó a pura demagogia inútil; y es que, sin querer justificar en absoluto aquellas matanzas de indígenas, cada suceso preciso tiene su contexto concreto y para comprenderlo bien y poder sacar consecuencias válidas se hace imprescindible tenerlo siempre muy en cuenta. Desde este punto de vista, por ejemplo, no es lo mismo, ni muchísimo menos, una guerra de conquista en el siglo XVI que una cumbre iberoamericana en el XXI. Pero esto a Chávez le importaba un bledo: lo verdaderamente interesante era que el argumento podía engañar a algunos necios...

Regresando a nuestro asunto, por ejemplo, es indignante intentar contraponer, como yo he oído, los diez mil mártires de la Guerra Civil a los miles de esposas e hijas de republicanos que tuvieron que fregar las iglesias a la fuerza, durante años, cuando el franquismo llegó al poder, y así nos olvidamos de ambos hechos. No es posible contrarrestar lo que sucedió en un bando al principio de la guerra con lo que hicieron los del otro bando cuando resultaron vencedores, y meter ahí a todos los represaliados, desterrados, damnificados de cualquier tipo... por cuarenta años de franquismo. Muy al contrario, el objetivo tendría que ser conocer todos los hechos -también los del franquismo, por supuesto- de la manera lo más objetiva posible, colocando cada uno en su contexto histórico preciso, de forma que se aclare lo mejor posible lo sucedido, se arregle lo que todavía se pueda arreglar y se tomen medidas para que no se vuelvan a repetir brutalidades por el estilo.

Sé muy bien que ciertos Hermanos de nuestro Distrito fueron represaliados y tuvieron que marchar al destierro; conozco bien, asimismo, la historia de nuestra comunidad de Azkoitia, de la que tuvimos que salir definitivamente porque, tras la Guerra Civil, los nuevos responsables municipales, de inevitable simpatía carlista, consideraron que los Hermanos de las Escuelas Cristianas promovíamos en exceso la lengua y cultura vasca en general, y ello nos incluía entre los separatistas más recalcitrantes cuya influencia había que alejar cuanto antes de las escuelas del pueblo. Creo que este hecho se puede interpretar como un gran motivo de orgullo para todo el Instituto, ya que nos sitúa entre los pioneros de la promoción de la lengua y cultura vasca en la escuela, más allá de la posible ideología política de quienes los promovieron, que probablemente no fuera uniforme. También he oído hablar de una carta enviada a Roma desde una comunidad española con una lista de Hermanos vascos a los que era necesario castigar de alguna manera por su actitud durante la Guerra Civil; no he sido capaz de encontrarla en los Archivos de la Casa Generalicia (ya le sucedió al Hermano Saturnino, lo cual me consuela bastante; si existió alguna vez, probablemente habrá sido destruida, como se continúa haciendo hoy con tanto material “sensible”). Hasta el nacimiento del Distrito de Bilbao podría considerarse como una consecuencia de las tensiones ideológicas que la guerra creó en las comunidades, por más que antes de la guerra ya se hubiera hablado del tema en más de una ocasión. Fuertes tensiones ideológicas, en efecto, desde hace casi tres cuartos de siglo...

Sin embargo, esto de los mártires... esto de nuestros mártires, Hermanos, es otra cosa. Esto de los Hermanos mártires toca, en definitiva, a lo que somos en lo más íntimo, tiene que ver con nuestra energía más profunda, con nuestra única razón de ser fundamental, imprescindible: la fe, el Evangelio, el Espíritu de Dios. Vistos desde esta perspectiva, los mártires son, y así deberían ser considerados sin excepción, una orla de gloria en nuestra historia, un gran motivo de orgullo por lo que hicieron y un espejo en el que reflejar nuestros valores, echar cuentas y adoptar resoluciones. Después de lo que les pasó, no se merecen en absoluto que, en su propia casa, se cierren las ventanas al soplo de aire fresco y revitalizante que suponen, y que algunos les sigan ninguneando como si para nada importasen. ¡Qué pena! Quiera Dios que el ejemplo de quienes pusieron su fe y su opción religiosa por encima de todo, de absolutamente todo, nos ayude a progresar más y más por el camino de la fe viva y el Evangelio practicado.


No quisiera terminar estas líneas sin recomendar un par de lecturas que a mí me han hecho mucho bien. La primera de ellas serían los capítulos referentes a la Guerra Civil de ese prodigio de documentación que es el libro del Hermano Saturnino Gallego titulado “Sembraron con amor” (páginas 531-575). La segunda es la parte correspondiente a los hechos comentados de la biografía del Hermano Andrés Hibernón, escrita por el Hermano Guillermo Félix, imprescindible para comprender lo que supusieron aquellos tiempos para el Instituto en España (páginas 211-266). Además, ambas son también, por distintos motivos, “historias de vascos”.


Hermano Josean Villalabeitia

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Hermanos de La Salle en Rumanía


De la noche a la esperanza

Que la caída del muro de Berlín constituye una de las fechas más señaladas de la historia contemporánea es algo muy conocido para cualquiera que siga la actualidad. Porque aquel 9 de noviembre de 1989 señaló, en efecto, el final de una época en la que el comunismo impuso obligatoriamente su yugo a varios cientos de millones de personas, y el comienzo de otra –la que actualmente vivimos– en la que los derechos humanos volvieron a tener su oportunidad en gran número de países de Europa Oriental y norte de Asia. El camino entonces iniciado será, sin duda, largo y nada exento de dificultades, pero la marcha hacia la libertad ha comenzado...

También para los cristianos de Europa Oriental esa fecha ha quedado marcada a fuego, como el punto final de una intensa persecución religiosa, más o menos agresiva según cada país en concreto, pero siempre peligrosa, y no pocas veces sangrienta. Ejemplo evidente de cuanto decimos son los sufrimientos que hubieron de afrontar numerosos Hermanos, y no pocos de sus antiguos alumnos y colaboradores cercanos, que se negaron a acatar las exigencias en materia religiosa de las autoridades civiles que se apoderaron de sus países a partir de 1945.

La situación de los Hermanos

En lo que a La Salle concierne, y por ceñirnos exclusivamente a lo que luego sería la influencia comunista en Europa Oriental, durante los años previos al inicio de la Segunda Guerra Mundial los Hermanos estaban establecidos en Albania, Bulgaria, Checoslovaquia, Hungría, Polonia, Rumanía y Ucrania. Cuando aquel triste conflicto bélico concluyó, todos esos países pasaron a la órbita de la Unión Soviética, que promovía políticas de lucha abierta contra la Iglesia. Como primera consecuencia aciaga, todos los centros les fueron arrebatos a los Hermanos en esos países.

Pero no sólo fueron las obras educativas y pastorales de La Salle; los mismos Hermanos sufrieron en carne propia los ataques de las autoridades comunistas contra la religión cristiana en general y, sobre todo, contra católicos y protestantes, ya que en muchos lugares los ortodoxos llegaron a acuerdos, más o menos tácitos, de colaboración con las nuevas autoridades, y pasaron el trance de manera más cómoda. La represión de los Hermanos fue particularmente dura en Checoslovaquia y en Rumanía.

Pero la historia prosigue su curso, y, tras la caída del muro de Berlín, el Instituto continúa presente en Polonia, Rumanía y Eslovaquia, países en los que en los últimos tiempos han profesado ya varios jóvenes Hermanos nativos. En Hungría se ha reabierto un colegio lasaliano, de inspiración cultural alemana, aunque hoy en él sólo trabajan laicos. En Ucrania se realizaron intentos de relanzar la actividad del Instituto, primero por parte de varios Hermanos polacos y luego con algún otro venido de Canadá, pero, dada la escasez de personal de la Congregación y las escasas perspectivas vocacionales que la situación ucraniana ofrecía, los Hermanos prefirieron retirarse definitivamente. En Chequia y Bulgaria se hacen gestiones para vender las últimas propiedades que le quedan allá al Instituto, porque no parece probable que los Hermanos regresen a ellos en los próximos años.

La Salle en Rumanía
Contrariamente a lo sucedido en otras partes, la revolución por la que los rumanos se libraron del yugo comunista fue muy violenta. Aunque la cifra exacta de víctimas no se sabrá jamás, se habla de unos mil muertos, incluyendo aquí las brutales ejecuciones del dictador Nicolae Ceauçescu y su esposa, que tuvieron lugar cuando los rumanos se preparaban para la Navidad de 1989.

Esa misma fecha señalaba también para los Hermanos rumanos el fin de un largo periodo de oscuridad y sufrimiento, que había comenzado en 1948, con la prohibición de todas las obras sociales de la Iglesia –escuelas, hospitales, asilos, orfanatos, etc.–, y se remató dos años más tarde con la disolución de todas las órdenes religiosas del país. Se iniciaba así para sacerdotes y religiosos católicos una durísima persecución religiosa.

En 1948 había 32 Hermanos en Rumanía; bastantes de ellos eran nativos del país; otros procedían de Austria, Alemania o Bélgica. En vista del panorama, los Hermanos extranjeros abandonaron inmediatamente Rumanía, mientras que los rumanos se aprestaron a sobrevivir como pudieran. Algunos abandonaron la Congregación y otros se ordenaron sacerdotes; los demás tuvieron que dedicarse a distintas actividades, muchas veces humillantes y casi siempre estrechamente vigilados por las autoridades comunistas. Diez Hermanos tuvieron que pasar por la cárcel; algunos hasta catorce años seguidos, otros ingresaron varias veces en prisión, aunque por periodos más cortos. Siete más sufrieron largos arrestos domiciliarios. Un Hermano fue deportado a la Unión Soviética y otro, matemático ilustre, sólo pudo escapar de Rumanía a cambio de entregar a las autoridades comunistas un tractor nuevo. En honor de la verdad hay que añadir que, si los comienzos laborales de muchos Hermanos fueron realmente penosos –por ejemplo, uno empujaba vagonetas en una mina, otro se encargaba de la desratización de Bucarest, etc.–, dada su categoría humana y preparación profesional, casi todos lograron ascender poco a poco en sus empresas, y terminaron por situarse en puestos de trabajo más confortables.

Tras 42 años de tinieblas, en 1990, cuando la desaparición del dictador abría nuevas esperanzas para todos, los Hermanos rumanos supervivientes eran sólo siete. Atendiendo a su petición expresa, el centro del Instituto decidió entonces que había que ayudarlos y, para ello, solicitó de los españoles el envío de algún Hermano a Rumanía con el fin de colaborar en la reconstrucción de la obra lasaliana.

La restauración lasaliana
Los primeros Hermanos españoles llegan a Rumanía en 1991. Una vez estudiada la situación, se decidieron por la región de Moldavia, en los confines del país, cerca de la actual frontera con Ucrania. Moldavia es una de las regiones del país con más alto porcentaje de católicos y, al mismo tiempo, se halla entre las más pobres. Al comienzo los Hermanos se instalan en unos pisos de Iasi, ciudad de unos 450.000 habitantes, la más importante de la región y capital cultural de Rumanía. Enseguida algunos de ellos se trasladan a la cercana Pildesti, y a algún pueblo vecino, con el fin de aprender la lengua, viviendo en comunidad con distintos sacerdotes católicos de la zona. Estas dos opciones marcarán el futuro de lo que será la nueva obra lasaliana en Rumanía.

Porque en 1998 se inauguró la nueva escuela La Salle de Pildesti, con especialidades profesionales en corte y confección, carpintería y fontanería de agua y de gas. Cinco años más tarde se abre una nueva obra lasaliana, esta vez de Iasi: se sitúa en un gran edificio que acoge a una veintena de niños en situación personal y familiar de riesgo, al tiempo que dispone de amplios espacios para retiros, reuniones, etc., tanto para los Hermanos como para cuantos quieran beneficiarse de las instalaciones.

Los Hermanos son hoy diez en Rumanía: tres rumanos jóvenes, que han rubricado su profesión perpetua estos últimos años; dos Hermanos rumanos más, muy mayores, supervivientes de la persecución comunista; y cinco Hermanos extranjeros, ya de cierta edad: tres españoles, un alemán y un quinto de Malta.

Los retos del futuro
Rumanía es actualmente un país en evolución acelerada. Su retraso social es muy perceptible cuando uno se pasea por sus rincones. Es frecuente, por ejemplo, ver carros tirados por caballos en las calles de una gran ciudad como Iasi, y el ambiente de los pueblos y de sus iglesias se asemeja al que podía uno encontrar en España hace cuarenta o cincuenta años. Pildesti, por ejemplo, población católica de unos 11.000 habitantes, cuenta con cuatro misas dominicales, y están todas llenas a rebosar. Claro que todo esto cambia con rapidez y lo lógico es suponer que pronto recuperen el espacio perdido con respecto a Occidente.

De los aproximadamente 23 millones de habitantes de Rumanía, unos 3 millones están fuera del país, muchos de ellos en España. Más de un tercio de los rumanos continúan viviendo en comarcas rurales agrícolas, pero también esto está evolucionando: la gente prefiere desplazarse a las ciudades en busca de mejores perspectivas de vida. La religión se mantiene muy viva, sobre todo entre los católicos, que representan el 10% de la población, aproximadamente, la mitad latinos, la otra mitad de rito bizantino; los ortodoxos –el 85% de los rumanos– están más en crisis, tal vez como reacción crítica a la antigua connivencia de sus jerarcas con el régimen comunista. De cualquier manera, no sería descabellado imaginar que el intenso proceso de secularización que sacude desde hace tiempo Europa Occidental termine por alcanzar muy pronto a Rumanía, con lo que los datos que hemos comentado también cambiarían sensiblemente.

Todo un reto, pues, para la Misión Educativa Lasaliana en Rumanía, que deberá hacer un serio esfuerzo de adaptación a las realidades cambiantes del país. Con todo, a pesar de las dificultades objetivas de la situación, la superación de los 42 años de obligada oscuridad a la que los verdugos del leninismo decidieron someterla supone una gran alegría. Porque la vida lasaliana en Rumanía ha recobrado parte de su vigor de antaño y afronta el porvenir con el optimismo y la esperanza de quienes piensan que Dios continúa siendo el Señor de la historia y del mundo.

Un testimonio
Como muestra cercana de lo sucedido, y entre las numerosísimas experiencias de sacerdotes y religiosos perseguidos tras el telón de acero a las que podríamos acudir, elegimos la de un Hermano de La Salle rumano, el Hermano Tiberiu, fallecido en 1999, de cuyo testimonio escrito sobre su experiencia concreta en Bucarest entresacamos unos cuantos párrafos, a nuestro entender, muy significativos:

Mi vía crucis comenzó el 2 de agosto de 1948... Aquel día, los Hermanos tuvieron que entregar en el acto las llaves de sus establecimientos. Así, en menos de una hora, nos encontramos echados a la calle. Sólo nos permitieron tomar los efectos estrictamente personales: ropa, calzado, etc. Todo lo demás –libros de la biblioteca, muebles del colegio y de la comunidad, etc.– debía quedar en las escuelas...”

“Los dirigentes comunistas intentaron con presiones y promesas hacernos abandonar la vida religiosa. No lo lograron... Durante dos años enseñamos religión en presencia de espías que estaban por todas partes; los conocíamos y ellos nos conocían. Pero la señal para entrar en acción no había sido dada. Lo fue en 1958: cuatro Hermanos fueron arrestados y, con ellos, tres antiguos alumnos...”

“A los detenidos nos concentraron en distintas casas. En la que yo estaba éramos 110, que compartíamos una habitación de 11 x 10 metros, con una sola ventana que estaba tapada con tablas clavadas desde el exterior para que los prisioneros no pudiéramos mirar hacia fuera. No había váteres; en un rincón, como reclamo para las ratas, habían dejado cuatro baldes que eran vaciados una o dos veces por día... Nadie podía permanecer debajo de las ventanas; estaba absolutamente prohibido. Dormíamos en el suelo de cemento sin poder siquiera acostarnos boca arriba, porque faltaba espacio... En poco tiempo nuestros cuerpos eran una llaga. No había agua; cada uno tenía derecho a sólo medio litro por día... Nada de papel higiénico...”

“En la primavera de 1964, por primera vez después de cinco años y medio, pudimos leer un libro... Creo que fue en abril cuando nos dijeron que seríamos liberados, pero no todos a la vez, sino poco a poco. Era la primera vez que cumplirían su palabra: la liberación comenzó en abril, aunque el turno sólo me llegó a mí en agosto...”

“Los Hermanos no podíamos vivir en comunidad; para los comunistas éramos hombres peligrosos. Debíamos salir de Bucarest sin tardanza. Así comenzó la segunda parte de nuestra condena. Fueron los años más duros de soportar
”. Bellas palabras finales del Hermano Tiberiu, que constituyen un auténtico canto a la fraternidad lasaliana.

Hermano Josean Villalabeitia