jueves, 10 de septiembre de 2009

Mártires y mártires

Quiso la suerte que tuviera yo que viajar a Madrid para ocuparme de un curso en el CEL, y que mi viaje -cuyas fechas evidentemente no era yo quien había programado- se produjera pocos días antes de la todavía reciente beatificación en San Pedro del Vaticano de 498 de mártires de la República y la Guerra Civil españolas, entre los que se hallaban 58 Hermanos de La Salle.

Hablando aquí y allá, no sé cómo salió el asunto de los mártires y, con mucha sorpresa por mi parte, me fui dando cuenta de que, a la hora de referirse al tema, había que andar con un cuidado extremo. Y es que, por poner sólo algún caso, al conocer mis intenciones de participar con entusiasmo en las celebraciones de dicha beatificación, un par de personas, que yo considero bastante sensatas, vinieron a decirme -cada cual por su cuenta, en momentos distintos- que se trataba de una fiesta para fachas, o poco menos, y que, en consecuencia, yo no pintaba nada allí. Para mí, desde luego, fue sorprendente, y hasta desagradable.

Luego ya he ojeado algunos artículos de periódico, declaraciones de políticos, informaciones en Internet, etc., y me voy explicando un poco mejor las reacciones; aunque, a decir verdad, nunca del todo. No me sorprende en absoluto que haya por ahí toda una corriente de información que, con una serie de latiguillos más o menos afortunados, intenta hacernos comulgar con auténticas ruedas de molino. Lo extraño del caso es el éxito que la estrategia –de raíces inconfundiblemente políticas- ha tenido entre gente inteligente, que tendría que estar mejor informada, al menos de lo que tiene en casa...

Vuelto a Roma y gozando, por distintas razones, de una situación privilegiada para enterarme de muchos de estos asuntos, me he propuesto aclarar algunas cuestiones, siendo muy consciente del gran peligro que uno corre al comentar ciertos asuntos tan copiosamente cubiertos por capas y capas de ideología. Son temas “sensibles”, por usar la última terminología al uso, que se prestan a todo tipo de manipulaciones -también por mi parte, por supuesto, que trataré de evitar-, cuando no a injustas descalificaciones personales; es el amargo sino de los agitados tiempos que vivimos... Porque, en el fondo -y esto es lo más triste-, tengo la sensación de que se trata de cosas que todo el mundo conoce, aunque aparente no estar al corriente, o se vea obligado, por extrañas razones que uno no termina de comprender del todo, a insistir con fuerza en argumentos que él mismo no acaba de digerir. Aunque tal vez sea mi percepción la que distorsiona y la realidad sea mucho más inocente de lo que imagino... ¡Ojalá!

Lo más prudente sería, en cualquier caso, limitarse a dar algunas cifras para que el lector sacase sus propias conclusiones. Pero es que, sin explicar ciertas cuestiones, aunque sólo sea de definición, ni insistir en algún subrayado de perogrullo, es muy posible que lo más nuclear de todo este asunto se nos vaya de las manos sin remedio.

Aclarando términos.- En primer lugar se hace imprescindible aclarar que no es lo mismo “mártir”, que “víctima”. En el período que nos ocupa –hablo sólo de la Guerra Civil, y no de todo el franquismo posterior- hubo muchas víctimas; por referirnos sólo a las víctimas mortales, que son las que se pueden contabilizar de manera más aproximada, parece que los autores de uno y otro lado se van poniendo de acuerdo en la cifra total de unos 300.000 muertos; circulan por ahí otras cifras más abultadas, pero cada vez tienen menos crédito. Es evidente que si todos estos muertos fueron víctimas de la Guerra Civil, no todos ellos, ni mucho menos, fueron mártires. Algunos cayeron simplemente porque estaban en el frente, voluntarios o forzados, por mala suerte, o por casualidades del destino que, en momentos tan trágicos como una guerra, juega peores pasadas que en tiempos más normales.

Este es el caso, por ejemplo, de los dieciocho Hermanos de La Salle que murieron en el frente, a los que no les quedó más remedio que militar en algún ejército: unos en el republicano, otros con los nacionales, algún gudari también..., porque de todo tuvimos, gracias a Dios. O el del sacerdote Don Rafael Villalabeitia, que murió mientras repartía la comunión en Durango durante el bombardeo del 31 de marzo de 1937, preparatorio, en cierta manera, al más conocido de Gernika, que tuvo lugar menos de un mes más tarde. Fueron víctimas lamentables e injustas -por más motivos que los meramente bélicos- de aquella situación, pero de ninguna manera se puede decir que fueran mártires, al menos en el sentido en que la Iglesia lo entiende.

Porque también resulta indispensable ponerse de acuerdo en torno al concepto de “mártir”. Según el diccionario, un “mártir” es -entre otras acepciones- aquel que muere en defensa de una creencia, convicción o causa, cualquiera que sea la naturaleza de las mismas. Pero cuando la Iglesia proclama oficialmente el martirio de una persona se está refiriendo exclusivamente a la fe cristiana. Declarar a una persona mártir supone en la Iglesia asegurar que ha muerto en testimonio de su fe; o, dicho de otra manera, afirmar que el odio a la fe cristiana es la razón fundamental de su muerte, sin que otras circunstancias de índole diversa, que podían asimismo estar presentes en el momento del martirio, arrebatasen a la fe cristiana el primer lugar indiscutible entre las razones de la muerte. Un ínclito político retirado de nuestra tierra pedía, por ejemplo, en los días previos a la beatificación, que la Iglesia homenajease de la misma manera a los 114 capellanes de gudaris caídos durante la Guerra Civil. Desconozco la manera en que un sacerdote se convertía en capellán de gudaris, pero sea ésta cual fuese, no creo que en ningún caso se trate de muertos por odio a la fe, sino porque se hallaban en el lugar más peligroso de una guerra, que es el frente. Una sotana no convierte a un muerto en mártir; lo que sí puede convertirlo son los motivos que lo condujeron a la muerte y la manera en que él la recibió.

Por eso, en el caso de los mártires recientemente beatificados, más allá de múltiples detalles que a veces dejan las cosas mucho más claras, lo que los postuladores han intentado demostrar es, por una parte, que la muerte les llegó fundamentalmente por ser religiosos o sacerdotes, o por simpatizar con ellos y con la Iglesia en el caso de los poquísimos laicos que hasta el momento han sido elevados a los altares. Y, por otra, que recibieron el martirio en una actitud que desde el punto de vista cristiano resulta intachable.

Conseguir una declaración oficial de martirio por parte de la Iglesia no es tan sencillo como parecen suponer algunas declaraciones públicas. Muy al contrario, proclamar a un muerto mártir exige, como todo el mundo conoce, llevar adelante minuciosos procesos de recogida y análisis de documentos, búsqueda de testigos, discusiones de los hechos y estudio, en definitiva, de todo el contexto que envolvió los diversos episodios, marcados siempre por un odio y una violencia extremos. Se trata, pues, de una auténtica investigación judicial caracterizada por su rigor y exigencia, que muchas veces se atasca a mitad de camino por falta de evidencias suficientes, o porque se descubren detalles que clarifican o enturbian la que debía ser una trayectoria impecable.

Nosotros, por ejemplo, tenemos hasta diez casos de Hermanos fusilados durante la Guerra que nunca serán proclamados mártires, porque no hay documentos suficientes que atestigüen que se trató de un martirio, o porque los elementos de juicio que tenemos podrían interpretarse de diversas maneras. Pongamos un caso real: el Hermano Raimundo Bernabé, soldado de 18 años que, tras la batalla del Ebro, confiesa a un compañero de trinchera con el que parecía tener cierta confianza que es religioso y que, como posible vía de salvación, planea hacer lo posible para que lo capturen los nacionales; a las pocas horas de su confidencia el Hermano es fusilado. Hay razones para imaginar que el motivo de su muerte tuviera bastante que ver con el hecho de ser religioso; pero como su fusilamiento puede ser también interpretado como un castigo a su programada deserción militar, es muy difícil que la causa de beatificación vaya adelante. En la memoria colectiva de los Hermanos, sin embargo, será para siempre un mártir, por más que la Iglesia le niegue ese reconocimiento oficial.

Una última precisión: de la Guerra Civil Española han sido beatificados unos cuantos mártires, pero no todos, ni mucho menos; más del 94% de los posibles casos de martirio continúan sin ser oficialmente reconocidos. Bastantes causas, las de unos dos mil mártires aproximadamente, prosiguen su camino burocrático; pero las de muchos otros no se abrirán jamás, porque se carece de datos suficientes para llevarlas a buen término. Por lo tanto, no es lo mismo ser mártir, que ser declarado oficialmente por la Iglesia mártir. En el caso que nos ocupa, tan sólo el 25 % de los muertos como consecuencia directa de su fe, aproximadamente, verá algún día reconocido en los altares su testimonio sangriento, suponiendo que todos los procesos abiertos vayan a concluir con un resultado final satisfactorio, cosa que está por ver y para la que, en cualquier caso, falta todavía bastante tiempo. Es decir que, en el mejor de los casos, sólo uno de cada cuatro posibles caídos por la fe llegará a los altares.

Por lo tanto, cuando un señor político –o cualquier otra persona- sale por ahí diciendo que mártires hubo en ambos lados, tiene mucha razón, porque es verdad. Pero si lo que pretende decir, además, es que la Iglesia debe beatificarlos a todos, ahí se equivoca; quizás está mezclando sin querer churras con merinas, o simplemente trata con astucia de endosarnos gato por liebre. Porque todos los posibles mártires murieron por sus ideas o convicciones, pero, desde luego, parece evidente que no todos -ni siquiera la mayoría- lo hicieron en testimonio de su fe cristiana, aunque ciertamente muchos de ellos fueran católicos confesos, e incluso muy devotos.

Así pues, en lugar de criticar a la Iglesia por investigar, documentarse y homenajear a tantos hijos suyos que, según se ha demostrado con rigor, prefirieron entregar su vida a renunciar a sus convicciones religiosas más íntimas y dieron más valor a su fe que a su supervivencia, lo que procede es abrir procesos de beatificación de aquellas personas sobre las que se tengan fundadas sospechas de que murieron mártires de su fe, en cualquiera de los dos bandos. Más que beatificaciones masivas e indiferenciadas, lo que en caso de duda habría que solicitar es una seria investigación de las circunstancias en que se produjeron las distintas muertes, y, en función de los resultados, acudir o no a la Congregación de los Santos para solicitar la beatificación. Y para ello se está todavía a tiempo.

Ciertamente habrá algunas causas que se podrían abrir todavía, aprovechando que el siniestro Franco y sus secuaces no están ya en medio para entorpecer ciertas investigaciones. Pero no nos engañemos: según me decía alguien que de esto sabe lo suyo, la mayor parte de las causas de beatificación de eclesiásticos muertos durante la Guerra Civil Española que no se han iniciado ya es muy probable que no se abran jamás; el hecho de que hasta ahora no haya habido movimientos en esa línea hay que interpretarlo como que de antemano se renuncia a invertir tiempo y dinero en gestiones costosas que no van a concluir como se quisiera. Y esta decisión no la toma el Vaticano, sino las personas que más interesadas podrían estar en ver a su compañero, vecino o conocido beatificado, que son las que deben iniciar el proceso.

Las cifras.- También se ha subrayado una y otra vez con fuerza, incluso citando fuentes vaticanas, que en ambos bandos se asesinó a sacerdotes y religiosos, lo cual es muy cierto. Ahora bien, si lo que con ello se pretende transmitir es que en ambos bandos se asesinó a cantidades parecidas de sacerdotes y religiosos, y, sobre todo, que se los eliminó por razones similares, ahí el discurso desbarra. Porque las cifras y los detalles no dejan lugar a dudas. Echemos, si no, un vistazo.

El Anuario Pontificio recoge con nombres y apellidos el balance de los considerados mártires de la Guerra Civil, la inmensa mayoría de ellos con su proceso todavía en marcha, o sin abrir por falta de datos; este balance lo componen 13 obispos, 4.184 sacerdotes del clero diocesano, 2.383 religiosos y 283 religiosas. En conjunto se da, pues, una cifra global de unas 7.000 víctimas eclesiásticas, muy cercana ya, según parece, a la exactitud de los hechos. A estos eclesiásticos habría que sumar, en cifras menos precisas, unos 3.000 laicos católicos, cuyo compromiso cristiano, o simple simpatía con algún eclesiástico, les llevó a la muerte. Ambas cifras, en conjunto, darían la cifra aproximada de unos diez mil mártires, todos ellos caídos en zona republicana, que es la que se maneja en círculos vaticanos, habitualmente muy bien informados en estas cuestiones. Parece ser que el Papa Benedicto XVI ha urgido recientemente a desvelar y sacar a la luz las historias de los laicos martirizados en España, para que no sean sólo religiosos y sacerdotes los elevados a los altares.

Los cuatro mil y pico sacerdotes diocesanos martirizados suponían más del 13% del clero diocesano español, que rondaba los treinta mil sacerdotes por aquel entonces. Pero, dado que los curas martirizados lo fueron sólo en la zona republicana, grosso modo habría que duplicar estas proporciones, o quizás algo menos ya que muchas de las diócesis más abundantes en sacerdotes cayeron del bando republicano precisamente. Pongamos, pues, que se eliminó más o menos al 20% de los sacerdotes de la zona republicana, es decir, a uno de cada cinco. Pero, incluso con estas aproximaciones, es difícil hacerse una idea de lo que fue aquello, ya que las diócesis más afectadas presentan números mucho más sangrientos; así Barbastro, perdió al 87% de su clero, Lérida (60%), Málaga (50%), Menorca (48%), Tortosa (47%), Ciudad Real (40%), Madrid (30%, o sea, 334 sacerdotes de 1.118), y Barcelona (22%, con 270 miembros, de un clero de 1.250), etc.

Cálculos aún más estridentes cabe efectuar con los 2.383 religiosos asesinados, que suponen casi el 25% de los algo menos de 10.000 profesos que sumaban las congregaciones afectadas, entre las que sobresalen los Claretianos con 259 miembros martirizados, seguidos por Franciscanos (226), Escolapios (204), Hermanos Maristas (183), Hermanos de La Salle (165), Agustinos (155), Jesuitas (114), Hermanos de San Juan de Dios (97), Salesianos (93), Carmelitas Descalzos (91)... Esto significa que, de cada cuatro religiosos que a principios de la Guerra Civil había en España, uno resultó martirizado. Y aquí se podría aplicar igualmente la misma corrección sugerida para los curas diocesanos, ya que si la estadística se refiere a toda España, los asesinatos sólo se produjeron en la mitad de su geografía, lo que indicaría que en zona republicana se llegó a martirizar a uno de cada tres religiosos, o incluso más. Las monjas también pagaron su tributo en sangre, pero fue incomparablemente menor en número, por más que el dolor y la tragedia sean siempre imposibles de contabilizar.

Los Hermanos.- Si nos fijamos en algunas actas de los simulacros de proceso a los que fueron sometidos algunos Hermanos mártires, parece que, además del hecho de ser religiosos, sus tareas como educadores de la niñez y de la juventud, mediante las que con total seguridad habrían intentado “contaminar” a los alumnos con sus “supersticiones” cristianas -usamos la jerga de estos juicios, como es obvio-, también molestaban lo suyo a los republicanos encargados de solucionar definitivamente esos “inconvenientes” por medio de la “justicia”. Podemos, pues, suponer que hubo un doble motivo a la hora de martirizar a los Hermanos, aunque, sin duda, el hecho de ser religiosos era el que más pesaba.

Vamos con los datos. Al comenzar la Guerra Civil había en España 1.432 Hermanos de La Salle, organizados en tres distritos. Al final de la misma 165 Hermanos habían resultado asesinados, es decir, el 11,5% del total. Entre ellos, el Hermano Leonardo José, a la sazón Visitador del Distrito de Barcelona y 22 Hermanos directores. Con ellos fueron martirizados también quince capellanes y, al menos, cinco laicos que trabajaban en nuestras escuelas, a quienes se achacaba el colaborar con los Hermanos.

Pero la persecución que sufrieron nuestros Hermanos no termina en estas cruentas cifras, ya que, además de los que entregaron su vida, hubo muchos otros que vivieron situaciones muy penosas. Los Hermanos encarcelados por tiempo más o menos largo, y que salieron vivos de su experiencia, fueron 267, casi el 19% del total; muchos más, en proporción, si nos limitamos sólo al territorio republicano. No pocos de ellos pasaron por dos, tres, cuatro y o más cárceles. De ellos, más de 230 fueron torturados de diversas maneras para obligarles a declarar lo que los torturadores pretendían. Si a estas cifras añadimos los muertos en el frente, veremos que uno de cada tres Hermanos que vivía en España sufrió en sus propias carnes la cruel sinrazón de la guerra.

Oficialmente, hasta este momento, son ocho los Hermanos españoles mártires de la persecución religiosa en España que han sido canonizados –los siete mártires de Turón, ejecutados durante la Segunda República, y el Hermano Jaime Hilario- y, con los cincuenta y ocho recientemente beatificados, el grupo de beatos se eleva ya a setenta. Otros expedientes siguen su curso...

Haciendo números, las 153 comunidades, con 1.536 Hermanos que el Instituto tenía en España en 1931, cuando se inició la Segunda República, pasaron a ser 109 comunidades, que acogían a 1039 Hermanos, a finales de 1939. Es decir que ocho años casi exactos de crisis –en realidad serían 13 días menos- bastaron para llevarse por delante a una tercera parte del Instituto en España. Aunque, en realidad, una gran parte de este desastre se materializó en los cinco últimos meses del año 1936.

Los motivos.- Por aportar elementos de comparación que nos permitan calibrar estos datos, digamos que quienes conocen bien los hechos calculan que, en el bando republicano, los liquidados lejos del frente -fusilados, muertos en sacas nocturnas, checas, etc.- fueron entre sesenta mil y setenta mil. Eso significa que los 6.600 sacerdotes y religiosos eliminados representarían alrededor del 10% de todos los asesinados en el bando republicano. Estamos hablando, sin embargo, de un colectivo que en toda España estaba compuesto por alrededor de cuarenta mil personas, distribuidas en una población total de unos veinte millones de habitantes; es decir, que los sacerdotes y religiosos representaban sólo el 0,2% de aquella sociedad. Resulta, pues, evidente que, en las comarcas donde no triunfó el Golpe Militar, a partir del verano de 1936, ser cura o fraile era una profesión de altísimo riesgo. Sólo así se pueden explicar cifras como las que gustaba de manejar el llorado cardenal Tarancón: durante las diez últimas jornadas de julio de 1936 resultaron asesinados 60 sacerdotes y religiosos cada día, menos el día de Santiago, en que la cifra subió a 75.

¿Y en el otro bando? Pues también hubo algunos sacerdotes muertos. De hecho, se conocen alrededor de una veintena de casos -puede que haya más, pero siempre muy pocos-, algunos de ellos tan significativos -y admirables- como el Don José Pascual Duaso, párroco de Loscorrales (Huesca), fusilado por los falangistas que le acusaban de ser comunista, al parecer porque distribuía la leche de su vaca entre los pobres del pueblo; o el del padre Muiño, capellán del hospital de Toledo, asesinado a machetazos por las tropas moras cuando entraron a saco en su hospital; el sacerdote se había quedado a acompañar a los enfermos, entre ellos muchos soldados heridos, y trató de evitar su salvaje ejecución; sólo consiguió unirse a la lista de los masacrados. Ni que decir tiene que valdría la pena –si no se ha hecho ya- estudiar con detalle las circunstancias de la vida y, sobre todo, de la muerte de estos hombres de Dios y actuar en consecuencia.

Otras muertes de eclesiásticos en zona franquista tienen detrás motivos diversos, como la del Mosén Jeroni Alomar, cura mallorquín fusilado por los nacionales bajo la acusación de ayudar a escapar a algunos republicanos. Dada la situación política e ideológica del momento, es más que probable que nuestro buen mosén actuara por razones cristianas, pero su asesinato no hay que achacarla al odio a la fe, sino a las circunstancias de la guerra: ayudó al enemigo y para sus captores se convirtió por ello en un traidor. Fue fusilado con sotana, pero los motivos de fondo nada tenían que ver con ella. De hecho, hasta ahora nadie ha abierto el proceso de beatificación de Mosén Jeroni. De otras muertes, como la del Padre Andrés Díaz Ares, párroco de Val do Xestoso (A Coruña), no se conocen con exactitud los motivos.

En el reducidísimo número de curas y frailes asesinados en la zona nacional el grupo más significativo tal vez sea el formado por los catorce sacerdotes diocesanos y tres religiosos liquidados en tierra vasca. Uno de ellos, el Padre Antonio Bombín, franciscano, cuyo cadáver apareció en Laguardia, no era de origen vasco, gran parte de su vida transcurrió en las misiones del Perú y en 1936 estaba destinado en Anguciana (La Rioja), por lo que mejor sería no incluirlo en las listas de los represaliados vascos, a pesar de aparecer siempre en ellas. Sí que habría que inscribir, por el contrario, al ex capellán castrense navarro Don Santiago Lucus Aramendia, asesinado al poco de iniciarse la guerra en el Alto del Perdón, no lejos de Pamplona, cuyo nombre no siempre figura en las listas que han circulado por ahí, quizás porque no era nacionalista. Este sacerdote fue detenido cuando huída de Pamplona y sacrificado sin miramientos a causa de su conocida adscripción política socialista. En cuanto al joven Padre José Sagarna, de Zeanuri, fue -según su familia- víctima de un ajuste de cuentas promovido por un destacado simpatizante del bando nacional al que el cura habría reprendido en público; una venganza personal, en suma, ejecutada al amparo de la turbulenta situación bélica del momento.

Trece los catorce asesinados restantes -salvamos, por ahora, al superior de los Carmelitas de Larrea, Padre Urtiaga- pasaron por la cárcel de Ondarreta y fueron fusilados bajo la acusación clara -y fatal en el bando nacional, como es bien sabido- de ser nacionalistas y, por lo tanto, separatistas. En el caso más conocido, el del Padre José Ariztimuño, “Aitzol”, es evidente que la acusación era cierta; no hay más que acudir a Internet, ver lo que se dice de él y leer alguno de los artículos de prensa que escribió. Y, conociendo la historia del nacionalismo y el ambiente de la época, no extraña en absoluto que en los demás casos, sin ser tan conocidos y fehacientes, las cosas discurriesen por derroteros similares. Lo mismo cabría decir del Padre Urtiaga, aunque con un discurso particular. Este Carmelita fue inmediatamente fusilado en el momento en que los nacionales entraron en Larrea, probablemente porque estos consideraban el monasterio carmelitano, bien conocido por sus publicaciones en euskera y la promoción de la cultura vasca en general, como un auténtico nido de nacionalistas separatistas. Y decidieron que por ello pagara su responsable máximo; sería el último de los curas fusilados en Euskadi.

Todos estos eclesiásticos vascos fusilados tendrían derecho a ser considerados mártires del nacionalismo, e incluso, algunos, de la cultura vasca también, de la misma forma que el Padre Lucus podría llamarse un mártir del socialismo. Y los Carmelitas deberían estar muy orgullosos de lo que promovieron el Padre Urtiaga y sus compañeros desde el convento de Larrea. Y, por supuesto, no tendría que quedar ninguna duda: condenar a muerte a alguien por sus ideas, únicamente para silenciarlo, es una auténtica monstruosidad inadmisible. Y que sería muy justo y conveniente para toda la sociedad recuperar la memoria de estos hechos y de estas personas, por supuesto, y dignificar su recuerdo. Pero de ahí a solicitar que la Iglesia los suba a los altares oficiales sólo porque fueron asesinados con la sotana puesta parece ya llevar las cosas demasiado lejos.

Se podría incluso argumentar que era precisamente su fe la que les movía a actuar como lo hicieron, y seguramente sería así, por qué no. Sin embargo -ya lo hemos comentado-, a la hora de juzgar si una muerte es un martirio no bastan las actitudes del asesinado; es preciso analizar, sobre todo, las de sus verdugos, las razones que los movieron a actuar con tal contundencia. Y es que sólo hay un mártir cuando hay también un verdugo dispuesto a martirizarlo; la clave de todo son las razones que este verdugo esgrime, aunque el mártir, por supuesto, deba recibir la muerte de modo indudablemente cristiano: sin odio, perdonando, en ambiente de oración y esperanza, etc.

En el caso de los curas vascos, el propio Papa Pío XII intervino para que no se repitieran los hechos; y su gestión tuvo éxito porque la figura del Santo Padre era muy respetada entre los responsables máximos del bando nacional; tras el ruego pontificio ningún eclesiástico vasco más murió en adelante a manos de los franquistas, por más que las simpatías del clero vasco hacia el nacionalismo no desaparecieran, ni mucho menos, como es bien sabido. Pero es que destruir la religión no entraba en los planes políticos que llevaban adelante los franquistas, sin que ello suponga, en absoluto, bendecir sus programas; Dios me libre...

En el caso de la República es de suponer que, por algún camino apropiado, se realizasen las mismas gestiones por parte de las autoridades vaticanas, pero esta vez se prefirió hacer oídos sordos a esas peticiones, seguramente porque los objetivos políticos del gobierno republicano y el respeto que una autoridad religiosa como la del Santo Padre les merecía eran muy otros. Es más: 39 sacerdotes y religiosos no nacionalistas, pero tan vascos como los demás, fueron salvajemente asesinados, en represalias por distintos bombardeos de las tropas nacionales, cuando se hallaban en prisiones -en realidad eran dos barcos, dos conventos y una casa con calabozos- controladas por el Gobierno Vasco, que era sostenido fundamentalmente por un partido político confesionalmente católico; pero ni siquiera este importante detalle bastó para que salvaran la vida de los eclesiásticos que no simpatizaban con su causa... Curiosamente, fueron las embajadas de diferentes naciones aliadas de los republicanos quienes, con sus enérgicas protestas y amenazas, consiguieron que el baño de sangre de los primeros seis meses de guerra en la zona republicana se redujera drásticamente, y que las matanzas indiscriminadas diesen paso a procesos cada vez mejor estructurados y con más garantías... por llamarlo de algún modo. Este simple hecho evitó muchos asesinatos más.

Una persecución religiosa en toda regla.- Hay quien defiende que la muerte de tantos eclesiásticos fue consecuencia de aquella declaración de los obispos españoles que calificaba la Guerra Civil de “Cruzada Nacional”; según esta versión, los asesinatos de curas y frailes vendrían a ser algo así como una reacción de los republicanos a ese posicionamiento hostil de la jerarquía católica. Las fechas, no obstante, desmienten tal interpretación, porque para cuando esa declaración de los obispos se produjo -1 de julio de 1937- más del 90% de los eclesiásticos concernidos habían sido ya asesinados. Mucho más lógico parece pensar que, por el contrario, los obispos se vieran impulsados a hacer su declaración -que no fue unánime- movidos por la impresión de lo que estaba ocurriendo con su gente y sus propiedades más queridas; y es que, en palabras del Cardenal Tarancón, la Iglesia no podía estar con quienes la mataban. Se insiste por ahí con indignación en que los mártires eran franquistas, pero ¿qué otra cosa podían ser cuando los republicanos los estaban masacrando a centenares, les quemaban sus iglesias y conventos y les robaban todas sus pertenencias, hasta las más sagradas? Algún vomitivo artículo reciente de prensa colocaba a los mártires danzando entusiasmados mano con mano junto a abyectos tiranos de la catadura moral de Hitler, Musolini o Franco; parece mentira que en pleno siglo XXI se pretenda tergiversar unos hechos tan tristes de forma tan burda y desalmada.

En mi opinión hay datos más que de sobra para sostener que durante la Segunda República y la Guerra Civil Españolas se intentó hacer desaparecer la Iglesia del territorio español. Pensemos que por aquellos días estaban todavía frescos los acontecimientos de la Revolución Soviética, y que los filomarxistas de todo tipo controlaban –e intentaban ampliar su poder como fuera- amplios espacios de la izquierda política, que fue la que proclamó y llevó adelante la Segunda República; era un proyecto apetitoso para ellos, que pensaron poder culminar sin más que actuar con un poco de orden y paciencia. Así, durante los primeros años de la República trabajaron más bien con leyes, aunque no faltaron quemas de iglesias ni asesinatos, como bien sabemos nosotros por los sucesos de Turón o la quema del Colegio Maravillas. Luego ya el Golpe Militar y la Guerra subsiguiente les dieron la ocasión de ser más rápidos y eficientes, procediendo a la eliminación en masa de los cuadros de la Iglesia, mediante métodos tan expeditivos como la saca nocturna o el paredón. Aunque circulan por ahí muchos otros documentos interesantes de gente poco sospechosa por sus ideas, para convencerse de lo que afirmamos basta con leer el Memorándum que preparara en relación con este asunto un ministro de la República precisamente, Don Manuel de Irujo, nacionalista para más señas; es fácil de encontrar en Internet. Y es que también en España se cumplió por aquellas fechas esa tozuda ley general de la historia de la Iglesia: sólo hay mártires cuando se produce una persecución religiosa. Como toda ley, también ésta admite excepciones, pero son las menos...

Se trató, pues, de una persecución en toda regla contra todo aquello que sonara a cristiano. No hemos entrado en el apartado más material, aunque también allí las pérdidas resultaron impresionantes, desde el punto de vista artístico, tradicional, religioso, litúrgico, devocional... Pero nada tan trágico como el martirio de diez mil personas, gran parte de ellas en unos pocos meses. De hecho, algunos historiadores sostienen que se trató de la mayor persecución que la Iglesia había sufrido hasta ese momento en toda su historia. Y la verdad es que la de Diocleciano, calificada como la más sangrienta de todas las desatadas durante el Imperio Romano, que también pretendía exterminar a los cristianos, se saldó con unas cifras aproximadas de entre dos mil y tres mil mártires, según los distintos autores. Otras persecuciones, también concienzudas y eficaces, como la bolchevique, se quedan mucho más cortas en cuanto a número de mártires... Y es que lo que sucedió con la Iglesia oficial en la zona controlada por la Segunda República durante la segunda mitad de 1936 es ciertamente perverso y sanguinario a más no poder, y no tiene parangón posible con lo que sucedió en otras partes y en otras épocas.

Con todo, creo que para hacerse una idea más cabal de lo sucedido resulta imprescindible ceñirse al momento de los hechos: el comienzo de la Guerra, cuando nadie sabía quién la iba a ganar y cómo iban a evolucionar los acontecimientos. Porque luego las barbaridades de los cuarenta años de franquismo, sobre todo en sus primeros momentos, han dado tejido más que de sobra para tapar las inmensas atrocidades cometidas por los dos bandos antes de la llegada de Franco al poder, al frente de un ejército victorioso en una guerra (in)civil, no lo olvidemos. Recientemente, por ejemplo, oíamos al Presidente venezolano Chávez intentar neutralizar unas palabras del Rey Juan Carlos haciendo referencia a las gargantas que cortaron los españoles en América hace cuatro o cinco siglos. Es evidente que el presidente bolivariano hablaba de hechos históricamente ciertos, pero su reacción sonó a pura demagogia inútil; y es que, sin querer justificar en absoluto aquellas matanzas de indígenas, cada suceso preciso tiene su contexto concreto y para comprenderlo bien y poder sacar consecuencias válidas se hace imprescindible tenerlo siempre muy en cuenta. Desde este punto de vista, por ejemplo, no es lo mismo, ni muchísimo menos, una guerra de conquista en el siglo XVI que una cumbre iberoamericana en el XXI. Pero esto a Chávez le importaba un bledo: lo verdaderamente interesante era que el argumento podía engañar a algunos necios...

Regresando a nuestro asunto, por ejemplo, es indignante intentar contraponer, como yo he oído, los diez mil mártires de la Guerra Civil a los miles de esposas e hijas de republicanos que tuvieron que fregar las iglesias a la fuerza, durante años, cuando el franquismo llegó al poder, y así nos olvidamos de ambos hechos. No es posible contrarrestar lo que sucedió en un bando al principio de la guerra con lo que hicieron los del otro bando cuando resultaron vencedores, y meter ahí a todos los represaliados, desterrados, damnificados de cualquier tipo... por cuarenta años de franquismo. Muy al contrario, el objetivo tendría que ser conocer todos los hechos -también los del franquismo, por supuesto- de la manera lo más objetiva posible, colocando cada uno en su contexto histórico preciso, de forma que se aclare lo mejor posible lo sucedido, se arregle lo que todavía se pueda arreglar y se tomen medidas para que no se vuelvan a repetir brutalidades por el estilo.

Sé muy bien que ciertos Hermanos de nuestro Distrito fueron represaliados y tuvieron que marchar al destierro; conozco bien, asimismo, la historia de nuestra comunidad de Azkoitia, de la que tuvimos que salir definitivamente porque, tras la Guerra Civil, los nuevos responsables municipales, de inevitable simpatía carlista, consideraron que los Hermanos de las Escuelas Cristianas promovíamos en exceso la lengua y cultura vasca en general, y ello nos incluía entre los separatistas más recalcitrantes cuya influencia había que alejar cuanto antes de las escuelas del pueblo. Creo que este hecho se puede interpretar como un gran motivo de orgullo para todo el Instituto, ya que nos sitúa entre los pioneros de la promoción de la lengua y cultura vasca en la escuela, más allá de la posible ideología política de quienes los promovieron, que probablemente no fuera uniforme. También he oído hablar de una carta enviada a Roma desde una comunidad española con una lista de Hermanos vascos a los que era necesario castigar de alguna manera por su actitud durante la Guerra Civil; no he sido capaz de encontrarla en los Archivos de la Casa Generalicia (ya le sucedió al Hermano Saturnino, lo cual me consuela bastante; si existió alguna vez, probablemente habrá sido destruida, como se continúa haciendo hoy con tanto material “sensible”). Hasta el nacimiento del Distrito de Bilbao podría considerarse como una consecuencia de las tensiones ideológicas que la guerra creó en las comunidades, por más que antes de la guerra ya se hubiera hablado del tema en más de una ocasión. Fuertes tensiones ideológicas, en efecto, desde hace casi tres cuartos de siglo...

Sin embargo, esto de los mártires... esto de nuestros mártires, Hermanos, es otra cosa. Esto de los Hermanos mártires toca, en definitiva, a lo que somos en lo más íntimo, tiene que ver con nuestra energía más profunda, con nuestra única razón de ser fundamental, imprescindible: la fe, el Evangelio, el Espíritu de Dios. Vistos desde esta perspectiva, los mártires son, y así deberían ser considerados sin excepción, una orla de gloria en nuestra historia, un gran motivo de orgullo por lo que hicieron y un espejo en el que reflejar nuestros valores, echar cuentas y adoptar resoluciones. Después de lo que les pasó, no se merecen en absoluto que, en su propia casa, se cierren las ventanas al soplo de aire fresco y revitalizante que suponen, y que algunos les sigan ninguneando como si para nada importasen. ¡Qué pena! Quiera Dios que el ejemplo de quienes pusieron su fe y su opción religiosa por encima de todo, de absolutamente todo, nos ayude a progresar más y más por el camino de la fe viva y el Evangelio practicado.


No quisiera terminar estas líneas sin recomendar un par de lecturas que a mí me han hecho mucho bien. La primera de ellas serían los capítulos referentes a la Guerra Civil de ese prodigio de documentación que es el libro del Hermano Saturnino Gallego titulado “Sembraron con amor” (páginas 531-575). La segunda es la parte correspondiente a los hechos comentados de la biografía del Hermano Andrés Hibernón, escrita por el Hermano Guillermo Félix, imprescindible para comprender lo que supusieron aquellos tiempos para el Instituto en España (páginas 211-266). Además, ambas son también, por distintos motivos, “historias de vascos”.


Hermano Josean Villalabeitia

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