De piratas, jubilados y cambios en la
misión
Dicen que debe su nombre al propio Cristóbal Colón que, durante su
primer viaje a las Indias Occidentales, cuando se aproximaba a ella, creyó distinguir
el caparazón de una tortuga en la silueta de las montañas que se recortaba
sobre el horizonte, y no se le ocurrió mejor denominación. Nos referimos a la haitiana
isla de La Tortuga, más conocida como refugio de piratas y filibusteros que por
las heroicas peripecias del descubridor de América, aunque este tocara por vez primera
tierra americana no lejos de allí, en la vecina isla de La Española. Algunos
novelistas románticos famosos, como Robert Louis Stevenson o Emilio Salgari, le
añadieron cierto renombre al mencionarla, o convertirla, incluso, en escenario
de alguna de sus exóticas aventuras. Y hasta la reciente serie cinematográfica "Piratas
del Caribe" alude a ella en más de una ocasión.
Pero aunque coincida en el escenario y trate asimismo de personas apasionadas
y valientes, nuestro reportaje nada tiene que ver con bucaneros o personajes
por el estilo. Aunque sí podríamos llamarlos aventureros de Dios, generosos obreros
de su Reino.
El compromiso no tiene edad.- Tuve
la suerte de viajar recientemente a la isla de La Tortuga y conocer en directo una
impactante historia misionera de casi medio siglo, el capítulo más reciente de
la implantación de la Iglesia Católica por aquellos parajes. Al mismo tiempo
que admiré a sus protagonistas de ayer y de hoy, la experiencia me ayudó a
comprender la evolución que ha sufrido allí la misión, en una exposición sobre
el terreno que abarcó varias décadas. En mis notas me atengo a los recuerdos y
reflexiones de los actuales misioneros de La Tortuga; exigirles una objetividad
absoluta sería tarea inútil, por imposible; pero, a cambio, sus testimonios
rebosan abnegación y autenticidad.
Nuestra historia comienza a principios de la década de los setenta del
siglo pasado con un religioso canadiense de cierta edad que buscaba fuera de su
tierra natal un lugar donde seguir entregándose sin trabas a la misión, a poder
ser entre los más pobres. En su caso, el hecho de disponer de una jubilación sustanciosa
facilitaba bastante la tarea, pues arreglaba de entrada no pocas preocupaciones.
Su lengua
materna, el francés, llevó a este Hermano de La Salle inquieto a Haití, y
dentro del país, buscando radicalidad, su destino final fue la isla de La
Tortuga que, por su orografía, clima, comunicaciones, condiciones de vida de
sus habitantes y otras circunstancias podría ser calificada, con razón, como de
lo más pobre entre los pobres haitianos.
La idea de
fundar en la isla de La Tortuga sedujo enseguida a algunos compañeros
canadienses, religiosos jubilados como él, de modo que pronto estuvieron en
condiciones de organizar la primera comunidad misionera de la isla. Con el
tiempo, otros religiosos, siempre bastante mayores, irían incorporándose a la
misión de La Tortuga, para reemplazar a los que por razones de salud o de edad
se veían obligados a abandonar la primera línea misionera o, sencillamente,
para aportar nuevos brazos a la misión.
Instalarse en
La Tortuga, una isla bastante montañosa, de 37 km de largo y 7 km en su parte
más ancha, poblada por unas treinta mil personas -la vertiente norte de la isla está muy poco habitada
debido a los embates del viento-, suponía entrar en un universo prácticamente
virgen desde muchas facetas de la misión. Una parroquia atendía a toda la isla,
con un párroco monfortiano que trataba de hacer lo que podía, aunque, de hecho,
se dedicaba casi exclusivamente a las labores parroquiales.
Lo primero
que harán los corajudos misioneros recién llegados es ocuparse del campo que
mejor conocen: la escuela. Lo harán en el núcleo urbano más importante de la
isla, Los Palmistes, donde habían fijado de momento su residencia. Allí
revitalizarán la escuela primaria, hasta aquel momento bastante descuidada y,
en cuanto se necesite, crearán un colegio de bachillerato que contribuirá a que
los alumnos isleños no tengan que abandonar su tierra para seguir estudiando.
Al mismo tiempo que trabajan con niños y jóvenes, en escuelas y parroquia, se
lanzan también a organizar algunas actividades de alfabetización de adultos.
Un abanico de intervenciones misioneras.- Para comenzar no
está mal, pero enseguida se sienten demasiado confinados, aunque sea en el lugar
más poblado de la isla. Su ardor misionero les empujará a desplegarse por los
cuatro puntos cardinales y poder así servir a toda esa gente que casi nunca se
acerca por Los Palmistes. Para ello tienen un problema serio: apenas existen caminos,
y los que hay son a duras penas transitables. Si quieren moverse, y sobre todo
si pretenden transportar mercancías, no van a tener más remedio que arreglar el
problema de las comunicaciones. Se pondrán manos a la obra enseguida y, con el
generoso apoyo de la Agencia Canadiense para el Desarrollo Internacional (ACDI),
pronto comenzarán los trabajos sobre el terreno.
Construir
carreteras en un suelo tan escarpado como el de La Tortuga no resulta nada
sencillo. Con frecuencia hay que cavar sobre roca, levantar puentes más o menos
ambiciosos, prestar atención y protegerse de los precipicios... Sin olvidar que
toda la maquinaria más o menos especializada y el material de construcción
necesario debían llegar a la isla por vía marítima, con mucha frecuencia en
barcos de vela que surcaban unos mares batidos a menudo por ciclones y otros meteoros
adversos. Pero con paciencia y apoyo económico casi todo acaba consiguiéndose.
"Todo lo
que ves por aquí lo hicieron los canadienses", me dice el taxista que me
lleva desde el puerto, por así llamar al lugar donde me dejó el barco, a la
residencia de mis Hermanos. Se refiere más que nada a la carretera, que se
mantiene utilizable, aunque haya perdido gran parte de su esplendor, y
serpentea por una empinada ladera de vistas paradisíacas. Casi cien kilómetros
de caminos, de distinta calidad, calcula grosso modo que vieron la luz en pocos
años y son, aún hoy, las únicas vías de comunicación entre los núcleos habitados
de la isla, que aprovechan también los numerosos caseríos aislados que se ven
un poco por todas partes. Además de asnos, enseguida comienzan a verse por los
caminos bicicletas y vehículos a motor. Como siempre, conforme avanzan las
infraestructuras viarias los mercados tradicionales van cobrando un nuevo
dinamismo, así como los encuentros entre las personas. Todo el mundo aprecia y
alaba la obra.
Con el
problema de las comunicaciones resuelto, es fácil enfrentarse a otros asuntos.
Así, en colaboración con la parroquia, van a arreglar las ocho capillas
esparcidas por la isla y, sobre todo, crearán al lado de cada una de ellas una
escuela primaria, que rebosará enseguida de niños y niñas deseosos de
beneficiarse de las nuevas posibilidades educativas recién descubiertas. Además
de estas escuelas "presbiterales", como allí las denominan, también
pondrán en pie una treintena de centros de alfabetización de adultos, que con
el tiempo se convertirán asimismo en lugares de reunión, de discusión de
asuntos comunes, de lanzamiento de campañas, de organización de cursillos...
Una demostración más de la importancia de las comunicaciones en el fomento de
cualquier desarrollo duradero.
La parroquia
hace tiempo que ha montado un pequeño dispensario en el que atiende como puede
a los
enfermos menos graves; porque cuando la cosa se complica no hay más
remedio que tomar una barca y aventurarse a cruzar el Canal de La Tortuga -alrededor de una docena de kilómetros,
dependiendo de la ruta elegida- que con
frecuencia presenta unas condiciones muy poco favorables, y hasta peligrosas,
para la navegación. Pero a veces no hay más remedio que jugarse la vida para
poder seguir vivo. Nuestros Hermanos canadienses no van a comprometerse
directamente en la labor hospitalaria, pero apoyarán con sus influencias la
progresiva evolución del dispensario hasta convertirlo en un hospital sencillo
pero práctico, capaz de enfrentarse con dolencias un poco más serias de lo que
en un principio se pretendía. Al mismo tiempo, aspectos como la ginecología, la
pediatría y algunas enfermedades comunes en la isla -infecciones, diarreas, cierta enfermedades
tropicales...- van a quedar muy bien
atendidas en el hospital parroquial.
No se queda
ahí la cuestión. Además de las instalaciones escolares propiamente dichas,
ahora que los alumnos abundan, sobre todo en Los Palmistes, empiezan a cobrar
fuerza ciertas actividades de gran éxito entre los escolares, y también entre gente
que ya ha abandonado las aulas. Así, se inauguran la biblioteca y los campos de
deporte, donde en la actualidad se juega el torneo de fútbol más importante de
la isla, con equipos procedentes de todos sus rincones; se proyecta cine; se
abre un centro cultural que organizará conferencias, reuniones, cursos,
exposiciones, etc.
Los adultos,
que han sido debidamente contactados y movilizados mediante los centros de
alfabetización, también ven sus perspectivas ampliadas con una serie de servicios
que multiplican las posibilidades de inversión y comercialización de los
productos fabricados. Fundarán una cooperativa de mujeres, que se dedicará a la
elaboración de conservas vegetales -mermeladas,
compotas, verduras, etc.- que venderán
ellas mismas en los distintos mercados de la isla. Como para todo se necesita
disponer de un cierto capital y en la isla no hay bancos que puedan adelantar
dinero, los Hermanos canadienses crearán una caja de ahorros, que concederá
pequeños préstamos en buenas condiciones, suficientes para dinamizar los
negocios domésticos que funcionan en la isla.
Un cambio drástico.- La misión de La Tortuga parecía vivir
un auténtico edén en todos sus ámbitos cuando un problema, cada vez más acuciante
e inevitable, vino a romper aquella armonía. La crisis vocacional, que afectaba
de lleno a Canadá desde varias décadas atrás, empezó a complicar la tarea de
reemplazar a los misioneros de la isla, hasta volverla prácticamente imposible.
Hubo que sustituirlos por jóvenes religiosos, locales o venidos de fuera,
cuando no directamente por personal seglar. Ni unos ni otros disponían de una
generosa pensión de jubilación, como sus antecesores, por lo que tuvieron que
empezar a pensar en cómo ganarse la vida; la respuesta era evidente: con su
trabajo. Además, al no haber ya canadienses al frente de los proyectos, la ACDI
perdió interés en financiarlos y, entre la inexperiencia local y las crisis
económicas occidentales, cada vez resultó más complicado buscar fondos para
sostener los proyectos en marcha y, mucho menos, para lanzar nuevos proyectos.
Por otra parte,
el Estado haitiano construyó en la isla su propio instituto de secundaria,
gratuito por supuesto, y puso en marcha algunas escuelas primarias más. Las
iglesias evangelistas, de corte pentecostal, que se multiplican como la espuma en
Haití, aterrizaron en La Tortuga y la llenaron de capillas, con coloridas denominaciones,
que muy a menudo surgían acompañadas por una escuelita primaria con condiciones
económicas muy ventajosas. En consecuencia, la red de escuelas y centros de
alfabetización de los canadienses sufre ahora una dura competencia y, con la
financiación tradicional contra las cuerdas, comienzan a tener serios problemas
para subsistir. Si se plantea una reducción de salarios de los profesionales, surgen
fricciones; si la escolaridad no baja, el alumnado disminuye, cerrando un
círculo vicioso nada sencillo de superar. La única solución parece apostar por
la calidad educativa y los buenos resultados académicos, cosa nada sencilla de obtener
en un lugar con tan pocos profesores disponibles.
El hospital
de la parroquia, en crisis, terminó pasando al Estado. Pero, dado que sus
prestaciones no mejoraban con el cambio, sino que, muy al contrario, los servicios
médicos continuaban deteriorándose a marchas forzadas, la Iglesia decidió
recuperarlo y hacerlo funcionar de otra manera. Se convocó, para ello, a una
congregación de religiosas tanzanas, las Hermanas de Santa Teresita del Niño
Jesús, que lo están sacando adelante con mucho sacrificio y el impagable concurso
de algún médico esforzado, sin olvidar la dinámica colaboración de tantos
jóvenes estudiantes de medicina que completan en el hospital católico de La
Tortuga sus prácticas académicas.
El centro
cultural está cerrado, aunque algunas labores exteriores de remozamiento y
pintura parecen anticipar una próxima revitalización. También dejó de funcionar
la caja de ahorros, mientras que la cooperativa de mujeres trabaja a bajo
ritmo. Los Hermanos de La Salle llevan adelante, con mucho mérito, una ambiciosa
obra de canalización de agua potable, que cuando la visité estaba a punto de
concluir con éxito; será un paso enorme para las personas que se beneficien de
ella, porque el agua de que disponen en La Tortuga depende directamente de las
lluvias, y estas son muy irregulares. La única tienda de reprografía de la
isla, complementada con venta de material escolar, libros, encuadernación,
trabajo con fotografías, servicios informáticos, etc., que han montado los
Hermanos de La Salle en Los Palmistes, está ayudando a taponar algunos agujeros
económicos, pero todo es poco. Además, ¿quién sabe cuánto va a durar en esas
condiciones?
Hacia un modelo de misión diferente.- Llega el momento de
dejar La Tortuga, aunque el ciclón "Érika" me ha regalado una
inesperada prórroga de un par de días, en los que no era prudente salir a
navegar. El Hermano Carlos, argentino, que me ha acompañado en todo momento
durante mi periplo por la isla, me conduce al embarcadero: hay que hacerse a la
mar. Él es, en todo, una persona optimista, pero yo no las tengo todas conmigo.
En cualquier caso, el nombre del barco que me va a trasladar a La Española me
tranquiliza: God's good.
Sí, Dios es
bueno y seguro que sostiene e impulsa a mi amigo Carlos; al Hermano Antonio,
español, incansable ingeniero de las cañerías; al Padre William, párroco de
Nuestra Señora de Los Palmistes, que hoy es solo una de las tres parroquias
católicas de la isla; a la Hermana Rema, del hospital, con la que tantas dificultades
de comunicación tuve, porque solo habla sus lenguas de Tanzania y el créole de La Tortuga, pero de la que me
llevo su diáfana y sonriente bondad natural; al Hermano Andy, responsable de la
educación católica en Los Palmistes; a Bob, el chico de la tienda de fotocopias...
Latotí, como denominan los haitianos a
La Tortuga, saldrá adelante, y su misión católica también, por supuesto. Pero tendrá
que hacerlo, sin duda, de otra manera: echándole imaginación y ganas a
raudales, derrochando generosidad sin tregua en el trabajo, y confiando, a
pesar de todo, en el constante favor de Dios, Padre de todos, que, aunque a
veces no lo parezca, continúa siendo Señor de la historia y del mundo.
Josean
Villalabeitia
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