El
pistoletazo de salida de esta carrera escolarizadora lo daría Démia en 1666,
con el envío a los responsables municipales de una carta ‘sobre la necesidad de
escuelas para la instrucción de los niños pobres’. Dos años más tarde,
insistirá sobre el mismo asunto en un escrito algo más extenso y mejor pensado
que, a la postre, sería el más conocido del autor. Su título: ‘Advertencias’[1]
a las personas importantes de la ciudad de Lyon, un escrito que alcanzó gran
difusión porque fue enviado a muchos conocidos de Démia que, a su vez, se lo
dieron a leer a otras personas; tuvo, pues, lo que hoy en día llamaríamos un
propagación ‘viral’... Uno de los que, sin duda, lo recibió fue el futuro
director espiritual de De La
Salle , Nicolás Roland, de quien el primer editor de las Remontrances asegura que, impresionado
por su lectura, se decidió a fundar en Reims una comunidad para atender las
escuelas.
Este
opúsculo[2]
de las Advertencias está escrito con
un estilo vivo y enérgico, que no duda en incorporar, al mismo tiempo, ciertos
recursos para ganarse a los lectores a quienes se dirige: las autoridades de la
ciudad. Por ello, se puede decir que el texto comienza con un poco de incienso,
afirmando que “el principal medio para consumar el esplendor y la magnificencia
de esta gran ciudad es crear en ella escuelas cristianas”. Y como remate del
escrito, de nuevo se dará Démia a la adulación de la villa para tratar de
convencer a sus regidores de lo que esta ganaría con la incorporación de alguna
escuela, pues “recibiría así el último rasgo de belleza que parece faltarle
para convertirla en perfecta, de modo que en adelante pueda servir de modelo
cumplido para otras ciudades del reino”.
Entrado
ya en materia, Démia intenta a continuación razonar en torno a la diferencia
que existe entre la aportación social de los niños de buena familia, bien
educados y provechosos para la sociedad, y los niños pobres, que quedan al
albur de sus tendencias naturales porque no tienen a nadie que les enseñe cómo
domeñarlas. De ahí la conclusión: “La educación de los hijos de los pobres está
totalmente abandonada, cuando tendría que ser la más importante del Estado ya
que son los más numerosos en él”.
A
la descripción de los males que provoca entre los niños pobres la falta de
escuelas para ellos no le falta, en absoluto, crudeza, por pretender quizás
Démia desplegar de esa manera su máxima capacidad de convicción: “Los jóvenes
mal educados caen en la holgazanería; de ahí que no hagan otra cosa que
deambular y correr de un lado para otro; que se les vea amontonados en los
cruces de las calles, donde se entretienen hablando como desvergonzados; que se
vuelvan díscolos, libertinos, jugadores, blasfemos, violentos; que se entreguen
al alcohol, la impureza, el robo y la delincuencia; que se conviertan, en
definitiva, en los más depravados y rebeldes del Estado, de quien son miembros,
y terminarían corrompiendo al resto del cuerpo si no fuera porque el látigo de
los verdugos, las galeras de los príncipes y los patíbulos de la justicia
arrebatan de la tierra a estas serpientes venenosas antes de que infecten a
todo el mundo”[3].
Un cuadro similar pintará a continuación con protagonistas de sexo femenino:
chicas pobres que, tras un sinfín de vicios y perversiones, terminarán cayendo
“en la miseria, que es la roca donde ordinariamente naufraga el pudor de este
sexo”. De hecho, según indica Démia, “los crímenes son normalmente cometidos
por quienes han sido mal educados”. Seguro que no ha pasado desapercibida para
el lector la intensa acritud con que el clérigo lionés describe los males
sociales a los que puede avocar la miseria.
Pero
el perjuicio que esta situación provoca no es únicamente moral, o de
costumbres; también tiene gran incidencia económica y social: “De esta penuria
de buena educación viene la dificultad que existe para encontrar servidores
fieles y obreros competentes”. Obsérvese el punto de vista marcadamente social
con que Démia plantea sus reflexiones.
No
es que los asuntos propiamente catequísticos no le interesen; de hecho, Démia
hace referencia, en algún momento, a prácticas específicamente religiosas, como
sermones y catecismos. Pero, a su modo de ver, a los jóvenes dichas prácticas
piadosas no les sirven para nada, “porque muchos de ellos no van nunca a la
iglesia, y los que lo hacen no aprovechan nada, porque la mayor parte de las
instrucciones que en ella reciben no están al alcance de su comprensión, o por
[…] la corrupción de la naturaleza y las malas compañías”. A nuestro sacerdote
probablemente le interesa más el aspecto social porque cree que es la mejor
manera de convencer a los responsables del gobierno de la ciudad para que se
animen a abrir escuelas. Aunque solo sea por miedo a las posibles consecuencias
de tener por las calles a tanta gente rebelde, maleante, revoltosa... “Se ven
tantos holgazanes y vagabundos por las calles que, no sabiendo otra cosa que
beber, comer y traer al mundo batallones de miserables, podrían provocar
desórdenes públicos; porque este tipo de gente está normalmente inclinado a la
sedición y es capaz de cualquier empresa maléfica”. Aparecen de nuevo en este
texto, como se ve, los paisajes humanos ásperos y desabridos...
Y,
como es lógico, tras la descripción del problema llega la propuesta de
solución, que no es otra que la escuela, esto es, la formación humana y cristiana
de esa gente tan peligrosa para sociedad: “Establecer escuelas cristianas donde
los pobres de uno y otro sexo reciban enseñanza gratuita en su primera
infancia”. ‘Noviciados’, ‘seminarios’, ‘semilleros’ de ciudadanos adultos,
‘academias de perfección de los niños pobres’... eso son para Démia las
escuelas, porque, según indica, “a menudo se encuentra oro en ese barro, y
piedras preciosas entre esas rocas, es decir, sujetos tanto o mejor dispuestos
para las artes, las ciencias y la virtud que entre el resto de los hombres,
como un gran número de ejemplos confirma con bastante claridad”. Según las
convicciones de Démia, “de la masa surgirá una élite; la masa misma será un
reservorio de fuerzas. Se vendrá a buscar a ella, como en la parábola del
Evangelio, jóvenes obreros para la viña”. Además, el remedio escolar promete
ser buena solución durante largo tiempo, pues “los buenos hábitos adquiridos en
la juventud solo raramente se pierden”.
Una
vez expuestos los argumentos, Démia se dirige directamente a los interesados
para que reaccionen y se pongan manos a la obra de fundar escuelas para pobres:
eclesiásticos, magistrados, constructores... y toda persona caritativa que
pueda aportar su “limosna para una buena educación […] Porque esta no sirve
únicamente para sostener el cuerpo, sino también para el alimento y la
perfección del alma. Cuando se entrega a los pobres víveres contra el hambre o
vestidos para los rigores del clima, se les aportan beneficios pasajeros que
terminan desapareciendo, unos por la llegada del calor natural, los otros por
su consumo. Pero la buena educación es una limosna permanente, el cultivo de
los espíritus juveniles un beneficio que poseerán para siempre y del que
extraerán frutos durante toda su vida”. Sin olvidar los beneficios espirituales,
por supuesto, ya que, una vez formados, los pobres “estarán en condiciones, no
solo de escapar a las miserias de la vida, sino, además, por la lectura de
buenos libros y la práctica de los mandamientos de Dios, podrán conducirse con
eficacia hacia el fin para el que fueron traídos al mundo”.
Hermano Josean Villalabeitia
(Continuará…)
[1] El título original completo, de difícil
traducción literal, es: Remontrances faites
à Messieurs les Prévôt des Marchands, Échevins et principaux habitants de la
ville de Lyon. Hoy se cita habitualmente solo con la primera
palabra: Remontrances.
[2] Se
trataba de un texto muy corto, que probablemente no fuera al principio sino una
larga carta, o un breve informe o memorial manuscrito. Probablemente no fue
imprimido hasta después de la muerte de Démia, en una recopilación de
documentos que circuló bastante.
[3] Podríamos
encontrar cierta similitud con estos planteamientos en la visión social que
muestra De La Salle
en su segunda meditación para los días de retiro, aunque, sin duda, el fundador
de los Hermanos lo expone todo con mucha más delicadeza. cf. MR 194,1,1, p. 581.
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